La codicia del dragón

David Trueba

La codicia del dragón

ARTÍCULOS DE OCASIÓN

El acuerdo por el cual Google se compromete a pagar a la prensa francesa por la explotación indirecta que hace de sus esfuerzos informativos es una gran noticia. Obviamente, para los franceses, que disfrutan de una Comisión de la Competencia que ha demostrado arrestos, inteligencia y capacidad. Los demás países europeos deberían aprender de Francia que las instituciones no son solo sillones mullidos para colocar a amigotes del partido, sino activadores de la economía, vigilantes del libre mercado y maquinarias de protección para sus empresas. Es curioso, porque la prensa española fue durante años el aliado más activo del pirateo contra los derechos de los músicos. Bastaba leer los editoriales y escuchar a los jefes de sección de los periódicos más serios burlarse de los pocos artistas que se posicionaban contra el mercado ilegal. Los llamaban ‘anticuados’, les exigían que se modernizaran y que se acogieran a los nuevos modelos de negocio. Pero es que no se trataba de un negocio justo, sino solo de ganancia para unos pocos avispados. Como escribimos muy pocos entonces, contra el criterio general, la piratería solo se detendría en el momento en que las grandes empresas tecnológicas y de comunicación se hicieran con la propiedad de los contenidos artísticos y audiovisuales. Así ha sido. Uno a veces odia tener razón.

Lo curioso es cómo los medios de comunicación fueron las siguientes víctimas del proceso de absorción. Primero Google los privó del mercado publicitario, y hasta un gigante como Amazon compró The Washington Post para recordarles que los tiempos estaban cambiando. Era demasiado tarde. La resistencia y el esfuerzo periodísticos pasaban a ser las únicas tablas de salvación de un negocio en franca decadencia. Pero esa mirada de superioridad sobre las primeras víctimas de la digitalización se extendió a toda la sociedad. No ha habido botarate que no haya presumido de su capacidad para bajarse películas sin pagar, incapaz de entender que ese es solo el primer capítulo de su propia decadencia. Por suerte, los artistas están dotados de una capacidad de aguante tremenda, basada en el hecho raro de que practican el oficio que fue su vocación adolescente. Pero basta mirar  las calles llenas de taxistas espontáneos que trabajan para fondos financieros y las cuadrillas de mensajeros que han sustituido a los camareros clásicos para entender que ese nuevo modelo de negocio se cebaría con todas y cada una de las disciplinas comerciales que trataran de plantarles cara.

El último anuncio, que ha tenido unas repercusiones en Bolsa muy notables, ha sido el despegue de la plataforma Amazon en el negocio de la venta farmacéutica. Tras la debacle de las sedes bancarias y su modelo de empleo, que ha privado de sucursales a poblaciones pequeñas y medianas, nadie esperaba que la farmacia, un negocio muy rentable y asentado, fuera a ser el próximo quiosco amenazado por la potencia depredadora de Silicon Valley. Por ahora, la llegada del modelo de negocio de entrega a domicilio de las medicinas con receta solo va a ponerse en marcha en los Estados Unidos. Aunque a estas alturas de la película ya sabemos que todo lo que es rentable en ese país acaba por llegar a los nuestros en un plazo más o menos prudente. No se trata de estigmatizar la comodidad del usuario, que prefiere atrincherarse en casa y proveerse ahí de los bienes que precisa. Se trata más bien de defender al comercio de la concentración del negocio en muy pocos monopolios. El lema que ha regido el mercado virtual, por desgracia, ha sido bien sencillo: el ganador se queda con todo. Las empresas que han sido capaces de vender a pérdidas, con grandes descuentos durante el tiempo necesario para hundir a la competencia, los que han sabido explotar la precariedad laboral, los que han demostrado flexibilidad para incorporar la copia barata y la imitación masiva han terminado por vencer en cada batalla. La única esperanza cierta es que las propias instituciones de la competencia en Estados Unidos han comenzado a plantearse seriamente la fragmentación de estos grandes monopolios. Obligarlos a deshacerse de parte de su negocio para evitar las posiciones dominantes es la única receta, ya experimentada en el pasado, para salvaguardar el mercado. Mientras tanto, toca aguantar la codicia del dragón.

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