Una vez, los genios, la genialidad
PALABRERÍA
Secreter. Ha llegado a casa un regalo por cortesía del cocinero Albert Adrià: este tipo de obsequios me incomoda por lo exclusivo. Solo hay cien: pienso en cien que lo merecerían, y no es falsa modestia, sino la administración de las ilusiones y los deseos. Es una caja negra a la manera de un secreter con una botella de Dom Pérignon de 2010 y unas sofisticadas chucherías que me asoman a los arcos con los que El Bulli enmarcaba el Mediterráneo en cala Montjoi: cristal de yuzu, profiteroles de grosella negra, galleta de maíz lyo, cookies de frambuesa, ruedas infladas de azafrán, alga nori con quinoa y pizzeta de parmesano.
Mohoso. Para la mayoría, lo que acabo de escribir es lenguaje codificado; para mí, la nostalgia de cuando la cocina abría puertas y ventilaba lo cerrado y mohoso y hablábamos de la revolución desde la comodidad de los asientos acolchados. Todo ese lenguaje tendremos que gestionarlo, a partir de ahora, de otro modo: revisarlo para que, a su vez, no vaya a convertirse en un largo pasaje oscuro y tétrico, que es lo que se quiso airear. No me arrepiento de lo que viví y gocé porque al meterme en la boca el alga nori con quinoa y la pizza de parmesano con polvo de tomate y de orégano sé –lo recuerdo– que, al menos una vez, estuve cerca de los genios, de la genialidad.
Desgarrador. La botella que ha llegado este 2020 me ha llevado a 2015 y a otra añada de Dom Pérignon: la de 2005. Esta historia avanza a lustros y entre hermanos. Fue Ferran Adrià el que me invitó entonces. Lo que pasó aquella noche en Palo Alto, una vieja fábrica textil barcelonesa recuperada para usos culturales, fue emotivo y desgarrador. Una noche inolvidable, pero por motivos no deseados. De nuevo, la excepcionalidad de una cena diseñada para unos pocos, para gente llegada de diferentes partes del mundo con el apetito de reencontrarse con el espíritu, que no espectro, de El Bulli, cerrado cuatro años antes.
Diagnóstico. Antes de pasar a las salas que servirían de comedor, fui a la cocina a saludar y curiosear. A la salida de los fuegos encontré a Rita Soler, hija de Juli Soler, copropietario de El Bulli, cuya enfermedad neurodegenerativa era pública desde 2012. Juli fue un hombre asombroso, alguien que reinventó el papel de anfitrión. La cabeza fue dejándole, pero siguió durante un tiempo con una actividad afectuosa: telefoneaba a los amigos a primera hora de la mañana para felicitarles el cumpleaños. Recibir una de las llamadas era, a la vez, motivo de risas y de lloros. Agradecías saber de él. Dolía saber de él. Ese martes o miércoles de abril del 2015, Rita me explicó la realidad del mal de su padre. No quiero repetir el diagnóstico. Murió tres meses después.
Grito. La noche fue bien y la noche fue mal. La performance comenzó con cada uno de los invitados situado ante una botella y una copa. Del techo bajaron paredes para separar a cada bebedor. Se buscaba un momento de recogimiento y meditación. Luces sobre los cristales, el negro de la botella, el transparente de la copa; el silencio, el beber en silencio. El beber en silencio con el grito de los pensamientos. Alguien me dijo después que el verdadero lujo era ese: tener una botella para ti solo y ninguna interrupción. No sé: me parece que a eso se lo llama emborracharse. Estuve tentado. Cené y cené muy bien, con ese fuera de los límites de El Bulli, pero no pude quitarme de encima la conversación con Rita.
Celebración. Ha llegado una botella de champán de la casa francesa y yo, en lugar de escribir sobre celebraciones, escribo sobre la noche que supe que Juli Soler iba a morir. O puede que sí, que este sea un texto sobre la celebración, sobre la celebración de conocer a Juli Soler. Sé que, al menos una vez, estuve cerca de los genios, de la genialidad.