Cococha en terreno resbaladizo

PALABRERÍA

Matanza. La cococha es un manjar insostenible: cada merluza o bacalao solo aporta una, ¡una!, al disfrute. Para conseguir una ración, hay que llevar a cabo una matanza. Similar pensamiento sirve para las aves: dos alitas exigen sacrificar al animal entero. ¿Cuántos millones se despachan al día cubiertas con una salsa de barbacoa?

Desgarro. Es, a propósito, una reflexión demagógica, tramposa, porque se aprovecha el ejemplar al completo para otros usos. Sería un acto de millonarios caprichosos, enajenados y extravagantes usar esos bocados mínimos y arrojar a la basura el resto para resaltar lo excepcional. Aprovecho para señalar que, de un modo amortiguado y lejano, nosotros somos esos seres caprichosos cuando pedimos un plato de alitas y olvidamos que son un desgarro de algo mayor y que, en el caso de las aves de supermercado –ya no escribo de corral porque el supermercado es su hábitat–, se fuerza a la superproducción. Y la superproducción necesita animales de crecimiento rápido. Y los animales de crecimiento rápido son seres martirizados. Cuantas más alitas consumamos, más pollos habrá que criar a gran velocidad. Yo quería escribir sobre el placer y hasta aquí solo he dibujado notas de dolor.

Apatía. Vayamos, pues, al goce. El caso de las cocochas es otro porque proceden de seres salvajes, aunque la sobrepesca lleva a la extinción. El precio también es protector: para la especie y para nosotros. Consumimos menos porque no podemos pagar más. Si la alita se despachara con tasación de cococha, tal vez le otorgaríamos el auténtico valor y la comeríamos con prudencia y respeto. Me acerco, de esta manera, a una exquisitez que encuentro en el mercado a sesenta euros el kilo (las de merluza: las de bacalao son más baratas). Las alitas están en torno a los cuatro. Y aquí quería llegar: aunque estuviera en nuestro bolsillo la posibilidad de habituarnos a las cocochas –y servirlas con la rutina alada–, cometeríamos un error porque es la abundancia lo que genera la apatía. Todo a todas horas sin límite. Y no: una cierta sobriedad para comprender lo que comemos y por qué lo comemos.

Barbilla. Escribo con entusiasmo sobre uno de los bocados más insólitos: ese tejido bajo la barbilla de merluzas y bacalaos. Lo aprecian incluso los que detestan los interiores de las bestias. Qué bravo –y necesitado– estuvo el primero o la primera que lo probó. Gelatinoso hasta convertir la boca en un terreno resbaladizo. No hay otra textura que exija tan poco y que dé tanto.

Pilpil. He preparado la receta que Martín Berasategui me enseñó cuando grabamos un episodio de la videoserie Cata mayor. Primero, secar bien las piezas. Mientras, a fuego bajo, calentar ajos cortados y guindilla fresca (la puse seca) en la cazuela, sin que la liliácea se llegue a dorar. Colocar las kokotxas con la piel hacia arriba y dejar tres minutos. Sacar del fuego y salar. Pasar el aceite a un recipiente frío para bajar la temperatura y, con la ayuda de una cuchara (y otra persona), añadir poco a poco. Mientras, ir moviendo la cazuela apoyada en la encimera: de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. Espolvorear perejil. He cocinado otras veces kokotxas en casa, pero jamás conseguí un pilpil tan denso como con esta fórmula. Tuve un orgasmo de pie: cuando lo dije en la mesa, mis hijos se rieron incómodos. Aterciopelado como la capa de una emperatriz y con ese color dorado punteado de verde y que es un amanecer entre olivos. Lo comí a cucharadas.

Contención. Pienso en el fragmento con forma de uve y cubierto con un espesor pilpinero hecho con gelatina animal y grasa vegetal y sé que me zamparía un kilo, y sé que no lo voy a hacer. Porque la gracia es la contención, la gracia es quererlo, la gracia es disfrutarlo desde la mente para, cuando se pueda, embadurnarse en busca de la belleza que da la cocina y que provoca arrugas de placer.

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