Salir y llegar

ARTÍCULOS DE OCASIÓN

Habrá que reconocerle al Gobierno que en la gestión de la llegada de pateras con inmigrantes a Canarias durante los últimos meses ha actuado con más diligencia que algunos de los países de nuestro entorno. La situación no era sencilla, pues a lo largo de semanas la llegada de inmigrantes desde las costas de Mauritania, Marruecos y Senegal era constante. Pese al alto riesgo del viaje, que se ha cobrado incontables vidas, en apenas unas jornadas el muelle de Arguineguín se vio saturado por miles de recién llegados para los que no había ni infraestructuras de acogida ni mínimos sanitarios. La decisión de no transportarlos a la Península, pese a que debido al confinamiento sanitario hay plazas libres de acogida, es más polémica; recurrir a barracones y campamentos es un error. Evitar el efecto llamada, la idea de que el camino de migración ilegal es la ruta más sencilla para acceder a Europa, no puede justificar la indignidad en el trato a las personas. Mantener a los recién llegados en esa especie de limbo que conduce a la expulsión o el reparto peninsular debería acortarse al máximo. Todo el mundo sabe que la entrada masiva de inmigrantes se produce en vuelos comerciales y que las llegadas por patera o por salto a las vallas fronterizas representa una pequeña porción numérica de una cantidad bastante estimable, pero que está lejos de representar una alarma nacional.

Por ello la llegada a Canarias, constante y reiterada, se convirtió en noticia, aunque si se gestionara de manera más diligente probablemente no se crearía ese espectáculo. Acumular en el muelle a dos mil personas durante semanas rozaba la catástrofe, y solo la presión de la opinión pública y las autoridades locales provocó que se reaccionara. El problema siempre aparece cuando se engrandece la amenaza, muchas veces alimentada por campamentos masificados y sin control. Son variados los intereses que proponen convertir la llegada de emigrantes en una especie de terror ciudadano. Responden siempre a un cálculo electoral bien determinado. Sin embargo, en esos mismos días de crisis humanitaria apareció otra noticia más chocante. La apertura de la primera sede del Instituto Cervantes en el África subsahariana. Es sorprendente que hasta ahora no hayamos tenido una de estas instituciones de enseñanza del idioma y familiarización con la cultura española en las grandes ciudades del África negra. La apertura de la sede en Dakar quizá sea un primer esfuerzo por revertir la inercia. En un mundo ideal, la emigración tendría que organizarse de manera pautada desde el lugar de origen, atendiendo a las demandas laborales de los países desarrollados. Si antes de producirse el desplazamiento se llevara a cabo una labor de formación, podríamos disponer de un corredor que dignificara lo que es una constante humana: el deseo de progreso.

Las condiciones sociales y económicas en gran parte de África y Latinoamérica empujan a la emigración a los más jóvenes. En un mundo hiperconectado, ya es imposible ocultar las desigualdades. Ese es el efecto llamada más definitivo, pues los jóvenes crecen con modelos de éxito basados en el dinero, la fama y la codicia. Cortarles las alas no es ninguna solución. Tampoco las amenazas represivas, que como se ha visto en las tres últimas décadas no disuaden a los que emprenden el viaje pese al riesgo. Sería, por lo tanto, la aceptación de los cupos de emigración más organizados, la preparación de los candidatos y su destino prefijado lo que posibilitaría empezar a racionalizar el conflicto. A la espera, por supuesto, de que las economías más dañadas alcancen mejoras y los gobiernos locales respeten derechos y repriman sus corruptelas. El Instituto Cervantes puede ser una primera piedra en esa construcción de un proceso migratorio digno. Si se establecieran condiciones para la emigración razonables y asumibles, permitiríamos que esa presión constante se canalizara de una manera más humana que el viaje desesperado, la entrega a las mafias y la lucha por saltarse las vigilancias fronterizas. No tendríamos un mundo perfecto, pero al menos comenzaríamos a considerar los flujos naturales de población no como una maldición, sino como una constante tan natural como las estaciones del año.

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