Lo que no sé del rodaballo

PALABRERÍA

Pegatina. El cartel estaba clavado sobre ese hielo blanco y quebradizo que convierte la pescadería en un iceberg fabricado. La pescadería está mucho más teatralizada que la carnicería gracias a la pendiente fría. Unas planchas de pasto o hierba bajo filetes y hamburguesas equilibrarían los escenarios. Estaba impreso: Rémol. Años atrás –diría que ya no sucede: no lo sé– vendían perca del Nilo bajo un nombre prestigioso: mero. No la cobraban a precio del segundo, de modo que cometían un raro engaño porque despachaban un producto inferior sin beneficiar la caja por ello. Es como vender un utilitario con una pegatina de Ferrari. La diferencia es que sabemos más de Ferraris que de meros. O de peces planos.

Cauteloso. Entré en casa con la seguridad de que era un rémol. Un ejemplar de 1,30 kilos a un precio demasiado bueno. En la superficie, tres cortes para facilitar el paso del calor. ¿Por qué desconfiar del personal de la pescadería y de aquel cartel, una bandera clavada en el círculo polar de la verdad? Si es cierto que, cauteloso como soy y mosqueado por lo que pagué, busqué en Internet si era rémol o rodaballo, sin que los artículos consultados me lo aclararan.

Ingeniero. Lo cociné de una forma tan sencilla como eficaz. Unté el animal con aceite, sal y pimienta negra y lo acosté sobre una hoja de papel de horno humedecida y lo cubrí con otra, también pasada por agua. Horno arriba y abajo a 200 grados y 20 minutos de cocción. Salió perfecto. No me atribuyo ningún mérito: feliciten a los ingenieros que diseñaron el electrodoméstico.

Colágeno. Preparé la poción, eso que algunos restaurantes de Getaria, en Guipúzcoa, llaman agua de Lourdes. El origen está en el restaurante Elkano, donde manda Aitor Aguirre y en el que preparan en la parrilla el mejor rodaballo que haya comido nunca. He vivido esa experiencia –que engancha– en unas cuantas y dichosas ocasiones. Una vez incluso acompañé a Aitor a comprar las capturas de la barca Manuela. Vinagre, aceite de girasol y limón para el agua de Lourdes: Aitor jamás me ha dado la fórmula –y cuando se la pides, reza– y probé con esa combinación que había leído por ahí y la verdad es que al colágeno le sentó de maravilla. Disfruté de mi rémol bautizado.

Dramatismo. Cuando colgué la imagen en Instagram, llegaron las correcciones. La más certera fue de una pescadería: «Es un rodaballo y de piscifactoría». Algunos otros insistieron en ese pescado, que en catalán se llama turbot. Desconcertado, y con una cierta vergüenza no exenta de dramatismo, envié la foto a Aitor, y la respuesta fue concluyente: «Rodaballo es. Según donde ha comido, así sabrá» [fina ironía sobre la domesticada procedencia]. Por si colaba, le pregunté por el agua de Lourdes: «Dos avemarías y un padrenuestro». No hubo milagro.

Aplanado. Quien escribe seriamente sobre gastronomía sabe lo fácil que es equivocarse porque resulta imposible abarcar el mundo entero: millones de tradiciones, millones de productos, millones de recetas. Saber sobre rodaballo requiere de una vida entera y yo/nosotros pasamos de puntillas por casi todo. Tendría que haber sabido que era un rodaballo de acuicultura, cierto, y no un rémol, aunque sean semejantes, aunque estén aplanados y bizqueen, aunque en la pescadería fueran inexactos y me vendieran un utilitario con una pegatina de Ferrari. Pero ya digo: se supone que soy un experto, un experto en nada que estudia sin parar.

Gelatina. Lo gocé. Comí el lomo, se deshizo en la boca la gelatina de la piel, chupeteé las aletas y me pringué los dedos con ese pegamento, lo miré a los ojos (¿a cuál?) y entonces, con las yemas pringosas, con los labios brillantes y satisfechos, tendría que haber sabido que metí en el horno a un viejo y querido conocido. «Rodaballo es», aunque de cultivo.

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