El síndrome Artemisia

ARTÍCULOS DE OCASIÓN

Es una idea recurrente entre escritores y cineastas. El pavor a contar algo en sus ficciones que con el tiempo se transforme en real. No es esa vana tontería de haber predicho una catástrofe, sino algo más íntimo y personal. En los últimos meses, con la pandemia sanitaria, saltaron muchos ejemplos de autores que habían descrito sucesos similares, algunos con perspicacia, otros con la afición por lo apocalíptico. Poco importa porque pretender que la ficción es una competición entre profetas es de bobos. La ficción es una pata de la realidad. Como toda imaginación y todo sueño, se activa de una manera que no requiere una lógica temporal. Pero lo que intriga a los autores son los episodios personales de anticipación. Alguien narra el suicidio de un protagonista y, años después, el mismo autor se suicida. Alguien cuenta una enfermedad y termina por padecerla. Alguien relata con detalle un accidente y, tras algún tiempo, le sucede a él mismo. A este pavor, consustancial a todos los fabricantes de ficción, se le podría llamar ‘el síndrome Artemisia’. La pintora Artemisia Gentileschi, hoy por fin reivindicada, pintó unos de sus cuadros más aclamados con apenas diecisiete años. Se trataba de una versión de la famosa escena bíblica de Susana y los viejos, en la que una joven es violada por adultos. Un año después de pintar este cuadro, la propia Artemisia fue violada en su estudio por Agostino Tassi, amigo artista de su padre, el también pintor Orazio Gentileschi.

La lista de sucesos similares es inacabable en la historia del arte y la creación. Todo novelista tiene pequeños incidentes que le hacen pensar en que existe una corriente invisible entre lo que se atreve a describir y lo que le sucede. Todos ellos están acostumbrados a utilizar la propia experiencia en la fabricación de las ficciones, ¿pero están preparados para que lo imaginado se convierta en real? ¿Acaso alguien lo está? ¿Y cómo actuar si uno comienza a padecer la superstición de que si escribe algo determinado se convertirá en real? Resulta desasosegante, pero, al fin y al cabo, si Scott Fitzgerald escribió El gran Gatsby antes de ser él mismo un crepuscular juguete roto caído desde el esplendor de los tiempos pasados, podría ser un buen ejemplo del caso. Y hay estudiosos que afirman que Hemingway, al oscilar en sus ficciones entre el riesgo y la muerte, señalaba que su destino sería volarse la tapa de los sesos. Stephen King, que entre otros terrores cotidianos contó que un coche podía tener maldad propia y asesinar a la gente, resultó un día atropellado brutalmente mientras paseaba por Maine. Detrás de todo relato se esconde un valor profético, concluyen algunos.

Sin embargo, la respuesta es más sencilla que todo eso. Un escritor no escribe de otra cosa que de sus miedos. Los miedos no se introducen en nosotros por otro camino que el del cerebro imaginativo, que acumula datos y experiencias que le son cercanas y familiares. Nuestra capacidad de proyectar es inmensa, pues a lo que sucede le añadimos en cascada las mil y una posibilidades distintas de desarrollarse. Las profecías autocumplidas funcionan de ese mismo modo, se especula tanto con un asunto amenazante que de alguna manera lo asumes y comienzas a gestionarlo incluso antes de que suceda. ‘Ponerse en lo peor’ es una expresión habitual en nuestro lenguaje. Habla de esa capacidad de autoprotección para experimentar el daño antes de que suceda. Las personas detestamos lo imprevisible porque carece de lógica, nos resulta demoledor, pero todo aquello que guarda un orden narrativo nos calma. De ese elemento procede el origen de la ficción, que en ocasiones responde a un deseo de ordenar el sinsentido de la vida. A los niños les gustan los relatos de miedo porque les sirven para dar rienda suelta a sus pavores secretos y aprender a manejarlos. De adultos, no dejamos de utilizar el mismo mecanismo. Y, sin necesidad de lógica, la angustia ante el porvenir puede dar pie a un gran poema, al descubrimiento de una vacuna o a un cuadro memorable. Predecimos lo que nos va a pasar porque es harto probable que nos pase. No existe el talento profético, lo que existe es la expresión artística del propio miedo.

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