Placer y ruina con la trufa

Pau Arenós

Placer y ruina con la trufa

PALABRERÍA

Rapiña. La trufa negra, la Tuber melanosporum, está en plenitud, también su valor. Por Navidad se pagaba a 1400 euros el kilo; acabadas las fiestas, y sus atracos, ha bajado un poco. Cuando escribo esto, es un puñetazo en un ojo: 1200. La gamba grande ha estado a 225 euros. Preguntabas en los puestos del mercado y decían que era la ley de la oferta y la demanda. ¿Qué demanda? ¿A qué mesa iba un crustáceo con ese precio, y en este contexto de vidas en el alambre? Era la misma gamba de antes, pero con los avariciosos llenándose los bolsillos y aprovechándose de las mesas especiales, de los momentos especiales. En el calendario hay fechas para la rapiña. La gamba puede esperar, pero la trufa no. Pasará la época y habrá que aguardar un año a que esa excreción de la tierra esté en su punto óptimo. Para desorientar, llega también Tuber melanosporum de Australia, de truficultura, lo que hace trizas el concepto de temporada.

Riñón. La trufa, en genérico, es un argumento falaz de venta. Tocas cualquier plato con ese ingrediente y es como si le pusieras un chaqué. Así lo entiende el consumidor, que asocia ese riñón con el lujo. Donde dicen ‘trufa’ deberían decir ‘qué trufa’ –se abusa de la Tuber indicum, de baja calidad–, del aceite –una cachetada de química–, de la salsa –proporciones bajas de Tuber aestivum mezcladas con champiñones, aceitunas y harina de patata–. No es que no esté indicado en los botes, que lo está: donde no se cuenta es en las cartas de los restaurantes.

Grasa. Escribir ‘trufa’ es como escribir ‘Rothschild’ o ‘Kennedy’: son nombres con prestigio y, aunque bajo sospecha, siempre seductores. Escribir ‘trufa’, aunque sea indicum, aceite apestoso o extraño puré, ayuda a poder cobrar un poco más. Es como si nuestra cotización social mejorara. Para reforzar el discurso demagógico, se asocia el hongo con símbolos de la cultura popular: rallada sobre una pizza o una pasta, picada y mezclada en una bechamel, punteando quesos. Le va bien la grasa que no tiene.

Avaro. La blanca (Tuber magnatum pico) es muy complicada de manejar, un aroma embriagador y característico que recuerda al ajo, el heno, los hidrocarburos y, por tanto, fácil de reproducir en los laboratorios en la forma insidiosa de los aceites. El tartufo no se cocina y su precio es inasumible, sobre los 5000 euros el kilo. Se paga un aroma: seguramente, el perfume más caro del mundo. La negra es posible meterla en un guiso, si bien es una manera de desnaturalizarla. Antiguamente, con un avaro intento conservacionista, las guardaban en recipientes con alcohol con la esperanza de que le transmitieran los poderes. Los 40 grados de un brandy arrasan con todo.

Cáscara. La ventaja del ser subterráneo es que se puede compartir y con unas pocas lascas montas una fiesta en casa. Desde que existen las de cultivo, el acceso es más regular, aunque siempre pendientes del año meteorológico. Unos 50 gramos son suficientes. La trabajo de una forma sencilla, en el papel de secundaria que consigue más aplausos que la protagonista. La dejo alrededor de una semana en un bote con huevos, separada, por higiene, con un papelito. Se trata de un truco de pobres. Si el hongo es bueno, está en el punto de maduración y desprende el esperado aroma a humedad y bosque, atravesará la porosa cáscara, enriqueciendo la albúmina.

Sotobosque. La primera opción es tostar un buen pan, coca a poder ser, extender una capa fina de tocino ibérico, dar un golpe de horno y sacar. Laminar encima la trufa y rematar con unos cristales de sal y gotas de aceite. El calor del pan y el tocino impulsarán lo mejor de la Tuber melanosporum. Al comerla, el sotobosque entrará por la nariz. La alternativa es sobre huevo frito –mejor aquel que la acompañó en silenciosa compañía–, rallada o laminada. Se necesita pan para mezclar la yema con la invitada y formar una salsa que abra muros. Tengo una nueva trufa en la nevera empollando huevos. Y en torno a mí solo hay excitación y deseo.

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