David Foster Wallace y el bogavante (I)
PALABRERÍA
Torrencial. David Foster Wallace fue un escritor torrencial y abrumador: hay quien entra en esa jungla y sabe salir y quien se pierde. Yo soy de los segundos. Lo he intentado varias veces, pero acabo atrapado en las enredaderas de las digresiones o picado por las tarántulas de lo anecdótico tratado como esencial. En 2008, Foster Wallace se ahorcó y, a sus pies, miles de páginas de novelas, cuentos y ensayos que los críticos califican de geniales y los achantados, de literatura más difícil de abrir que el plástico de un compact disc.
Llaga. Cuatro años antes, en agosto de 2004, la revista Gourmet publicó el reportaje Considerer the lobster, con solo dos fotos, siete páginas y las características y largas notas a pie de página de Foster Wallace. La editora de Gourmet, Ruth Reichl, había perseguido al escritor para que impregnara la publicación con su talento y le sorprendió el tema elegido: el Maine Lobster Festival, que se celebra los veranos en la localidad de Rockland. A la recepción del texto, llagas en los dedos porque lo que entregó no fue una gloriosa y epicúrea reivindicación de comer crustáceos, sino una reflexión sobre el sufrimiento de los invertebrados. Reichl lo publicó con el miedo a la cancelación de cientos de suscripciones y lo que recibió fueron cientos de aplausos y solo dos bajas. Considerer the lobster fue influyente e incidió en el modo en el que las revistas gastronómicas entienden lo gastronómico, abordando asuntos complejos más allá del placer.
Hormiguero. He vuelto a ese texto –que leí hace tiempo– porque he estado escribiendo sobre el lobster roll, el célebre bocadillo de Nueva Inglaterra, y cuando entro en un tema me apasiono como un mono con un palito ante un hormiguero. Considerer the lobster dio después título a un libro –he comprado la edición de bolsillo para no cometer errores– que recogió otros nueve ensayos de Foster Wallace y que en España fue traducido, en 2007, como Hablemos de langostas. Bien por la publicación y mal por el título.
Blindado. Lo que desmiembra el escritor no son langostas, sino bogavantes, en concreto, el Homarus americanus. La langosta pertenece a la familia de las Palinuridae y el bogavante, a la de las Nephropidae. Y se diferencian a simple vista: el Homarus americanus tiene pinzas, así como el Homarus gammarus, conocido como ‘europeo’. Es grave, sí, pero menos que que te corten un pie. También sigue la corriente: en miles de textos se repite este combate de carros blindados. En un capítulo de Los Simpson, Homer tiene una mascota –una langosta, van repitiendo– que se llama ¡Tenacitas! Homer la cuida, la mima, la pasea, y al final… Homer hace de Homer.
Muda. Lo asombroso en este asunto de la muda de lenguas es que no hay más que mirar las fotos. Colocas Maine Lobster Festival en el buscador de Google y aparecen unos monstruos cuyas pinzas podrían protagonizar una lucha a muerte con Godzilla. La portada de Hablemos de langostas también es inequívoca: sale una niña con un disfraz de bogavante.
Hervir. Dejemos de un lado la traducción y concentrémonos en lo importante: qué cuenta Foster Wallace de su experiencia en el Maine Lobster Festival. Tarda en centrar el tema, pero cuando lo hace aporta destacables datos biológicos –aunque sin citar fuentes– sobre si estos animales son capaces de sentir el dolor. Se demora muchas páginas en formular la pregunta: «¿Está bien hervir una criatura viva y sensible únicamente para nuestro placer gustativo?».
[Continuará].
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