Fran Lebowitz, un disparo de madrugada (I)

Pau Arenós

Fran Lebowitz, un disparo de madrugada (I)

PALABRERÍA

Corrosivo. Escuché alabanzas sobre un documental que alojaba Netflix y que trataba, básicamente, sobre una mujer mayor que hablaba sin pausa sobre Nueva York, en una miniserie dirigida por Martin Scorsese, y cuya verborrea estaba hecha de ácido sulfúrico: Fran Lebowitz. ¿Fran Lebowitz? Antes de sentarme ante la pantalla y escuchar el corrosivo discurso, salté a la biblioteca en busca de un título olvidado: Vida metropolitana. Ese apellido nunca se había ido de mi cabeza, no por Fran, sino por la fotógrafa Annie, cuyos retratos teatralizados deseaba publicar cualquier responsable de revistas dominicales, entre los que me encontraba de un modo menor, sin ninguna posibilidad de pagar por aquellas instantáneas de platino. Entre ambas, una ‘i’ y una ‘w’ de separación de nombre de familia: una es Lebowitz; la otra, Leibovitz.

Ametralladora. Encontré lo que buscaba con bastante rapidez, lo que no siempre sucede porque las estanterías van creciendo hacia delante porque no pueden hacerlo hacia los lados. Unos libros tapan a los otros, a la defensiva o protegiéndose, y allí estaba, junto a Maurice Leblanc y Arsenio Lupin contra Herlock Sholmes. Quiera el azar que Netflix haya resucitado a Lupin al mismo tiempo que a Fran Lebowitz; a él, como hombre negro y, a ella, como brillante y ametralladora estrella septuagenaria. Y nótese el burdo homenaje a Sherlock Holmes con las letras cambiadas en un libro que nunca leí y que me tienta poco. Las bibliotecas, en su pesadez, acumulan lastres.

Humor. En cambio, sí que me metí, en su momento, en la Vida metropolitana de esta mujer redescubierta, publicado en inglés en 1978 (Metropolitan life) y editado en 1984 por Tusquets para la colección Cuadernos Ínfimos (número 118), que también acogía la obra de Groucho Marx y la de Woody Allen. ¿Casualidad? De ninguna manera: buen ojo de los editores. Tres humoristas, y el humor manifestándose de distintas maneras. El de Lebowitz es un disparo de madrugada.

Envarado. La portada estaba partida: arriba, Manhattan iluminada; debajo, en blanco y negro, una mujer de rasgos faciales prominentes con un cierto aire a Barbra Streisand, versión malhumorada, tumbada en un sofá de piel y vestida con pantalón y chaqueta oscuros, camisa blanca y pequeños gemelos, la pajarita desabrochada y en la mano derecha y, a la altura de la oreja, un teléfono. La fotografía, en realidad, tenía una segunda parte, no publicada en esa diminuta portada: si se seguía el larguísimo sofá, al otro lado estaba, sentado muy tieso, envarado, el director de cine John Waters con otro teléfono de baquelita y vestido también de gala. Y de ahí el error en la contraportada de Vida metropolitana, que atribuye la autoría de la imagen a John Waters, si bien es de Cris Alexander. Waters la entrevistaba en septiembre de 1981 para Andy Warhol’s Interview, donde ella escribía.

Maledicencia. Esa foto en el sofá, donde parece que está a punto de ir a una fiesta o recién llegada, es verdaderamente Lebowitz o, al menos, la imagen que sugiere. Sin saber nada sobre ella y treinta y cinco años antes del espectáculo de Netflix, la había imaginado, al leer Vida metropolitana, como una sofisticada escritora que iba de cóctel en cóctel soltando maledicencias a lo Truman Capote o Dorothy Parker, con la que a veces se la ha comparado. Aunque el Nueva York de los setenta, con el Bronx en llamas, poco tuviera que ver con el de Parker de los años veinte o el de Capote de los sesenta.

Angostura. En la introducción del libro, que es una recopilación de artículos, escribe: «9.30 de la noche. Salgo a cenar con un grupo de gente entre la que se encuentran dos modelos, un fotógrafo de modas, el representante de un fotógrafo de modas, y un director artístico. Me dedico casi exclusivamente al director artístico –atraída hacia él en gran medida porque es quien conoce más palabras». Ese cóctel de ironía, angostura, crueldad y naranja amarga.

[Continuará].

"firmas"