Fran Lebowitz, un disparo de madrugada (y II)
Fran Lebowitz, un disparo de madrugada (y II)
PALABRERÃA
ApoplejÃa. No se ha dicho aún el tÃtulo de ese documento airado que emite Netflix y en el que Fran Lebowitz es redescubierta, o descubierta al mundo no neoyorquino, que, por más que se asombren los habitantes de la metrópolis, no es el mundo entero. Supongamos que Nueva York es una ciudad es el horrible y poco seductor tÃtulo, adaptación de Pretend itâs a city. La dinámica es sencilla: Lebowitz habla, habla y habla. Y Martin Scorsese rÃe, rÃe y rÃe. Se supone que dirige, pero yo lo veo reÃr tanto que en cada episodio estoy a punto de llamar a una ambulancia. Scorsese se carcajea bordeando la apoplejÃa, y después de cada andanada de la cuentacuentos anfetamÃnica espero, como un resorte, la risa del director. Se ha inventado la serie para pasarlo bien. Y funciona porque él es el primer espectador y, a la vez, cada uno de los espectadores. Verlo troncharse hace feliz.
Leyenda. Da que pensar que un entretenimiento local âaunque Nueva York sea universalâ y una desconocida âfuera de su hábitatâ sean motivos de interés planetario. Y reconforta que atraiga solo con el discurso âsin la pornografÃa verbal de los realities y las miserias personalesâ a miles y miles de televidentes que, por primera vez, saben de ella, aunque sea una leyenda de la noche de Manhattan y una escritora que dejó de escribir, destripadora de la vida cotidiana en revistas y que solo publicó dos libros satÃricos para adultos y uno infantil. El dúo Scorsese-Lebowitz se estrenó con el documental Public speaking en 2010.
Anónimo. ¿Qué hace Lebowitz?, ¿monólogos? DirÃa que no. Es una conversadora, una tertuliana (en la concepción antigua), una improvisadora con historias bien aprendidas. No creo que haya guion, sino una capacidad innata para la gracia y la mala baba. El montaje alterna funciones en teatros âpara mÃ, lo mejor y más auténtico, con respuestas fulgurantes a las preguntas de los asistentesâ, apariciones en la tele con Alec Baldwin y Spike Lee, diatribas desde una gigantesca maqueta de la ciudad situada en el Museo de arte de Queens y charlas en el club The Players, donde ella responde a las preguntas de Scorsese en compañÃa de otro hombre, anónimo y de espaldas, lo que es inquietante.
Mandolina. Lebowitz construye relatos de palabra sobre el Nueva York que se fue y disfrutó y temió, sobre el nauseabundo olor del metro y la inutilidad de restaurar estaciones, sobre la odisea inmobiliaria para cambiar de vivienda, sobre la tirria a los deportes, sobre la aconsejable desinfección turÃstica de Times Square, sobre la reivindicación del tabaco o sobre la tiranÃa del móvil. Escritora que no escribe, regresa al origen del oficio como narradora oral a la manera de una juglar rabiosa y con ganas de romper la mandolina en la cabeza del rey. Y tiene un mérito enorme seguir ingresando un montón de billetes como charlatana cualificada y poder permitirse en 2017 un apartamento valorado en tres millones de dólares.
Misántropo. Pasea por las calles de Manhattan con un andar agarrotado, necesitada de un bastón o de un paraguas para abrirse paso entre la multitud. El pelo ensortijado, la cara arrugada con dureza, las gafas con montura de carey, las americanas grandes pero hechas a medida en Londres, las camisas abotonadas hasta el extremo, los gemelos de oro diseñados por Alexander Calder, los pantalones tejanos con los bajos arremangados y las botas vaqueras. Aunque podrÃamos pensar en la vieja de los gatos, se trata de una mujer consciente de su poder y construida a conciencia. Ejerce de maravilla el papel de misántropo, pero ha tenido una vida social envidiable y conoció a todos y la conocieron todos. Incluso ha sido actriz de reparto en Ley y orden y El Lobo de Wall Street. ¿Su papel? Juez. ¿Acaso no es lo que hace desde que se levanta?
Oráculo. Supe de ella hace décadas con la edición en castellano del libro Vida metropolitana y la he reencontrado como oráculo de la bancarrota moral en Pretend itâs a city, grabada antes de la pandemia. ¿Habrá segunda temporada? El fin del mundo necesita una cronista.