El rosa en un tiempo blanco y negro
PALABRERÍA
Pedrada. Me remonto a muy atrás, a cuando nuestros juegos eran peligrosos y podías regresar a casa con la cabeza abierta de una pedrada. Sin embargo, no escribo sobre lo rojo, sino sobre lo rosa. El rosa, al decir de los especialistas en decodificación social, representa hoy un color político, expresado en la peluca de Michaela Coel de la serie Podría destruirte (HBO), alegato contra la violencia sexual y de la libertad cosida con dolor. En los años setenta, reivindicar el rosa llevaba directamente al puñetazo y al apelativo de mariquita o maricón y, sin embargo, existía un ser pintado con ese tono al que se lo seguía con la devoción y la confianza reservadas a los flautistas, a los profetas, a los feriantes y al carrito de los helados: la Pantera Rosa.
Anteojera. Nadie se planteaba entonces que la Pantera Rosa fuera rosa, el color reservado a las niñas, a los padres con anteojeras y a la industria de la sexualización. El show de la Pantera Rosa apareció en España en 1972 –medio siglo en 2022– y yo tenía seis años y deseaba que llegara el sábado por la tarde para sentarme ante el televisor y reír o sonreír o alborozarme con las aventuras de aquel felino capaz de las mayores barrabasadas sin perder ese paso que le dio fama. Tenía una manera peculiar de andar, y de mover la figura y alzar el hombro, que nunca renunciaba a la elegancia.
Estoico. La euforia de la brillante careta y esa canción de Doug Goodwin que interpretaban The Barbatsalos, grupo del que nunca he sabido nada, me ponía alerta y en situación. El primer episodio era la gloria porque aún quedaban dos, y el tercero anunciaba el final inmediato del disfrute y la triste y prolongada espera de siete días hasta el siguiente show. Las plataformas permiten un consumo bulímico, pero nosotros teníamos que seguir la estricta dieta semanal. Cada programa tenía su día y su hora y con ese calendario inalterable compartimentábamos la infancia. Aquel régimen no nos hizo ni pacientes ni estoicos: tragamos episodios con la misma voracidad que un millennial.
Bólido. Todo era extraordinario y motivador, la música, como digo, de un optimismo feroz que aún hoy me pone la carne de gallina. Y el coche, qué extraordinario vehículo de siete metros de longitud, con el morro de pato y conducido por ¡un niño con casco! ¿En qué maravilloso lugar dejaban a un chico llevar semejante bólido?, pensábamos. Se abría la tripa y salían los dibujos, y la mezcla de la imagen real con la pintada también era sorpresiva. La pantera y el inspector entraban en el Teatro Chino de Hollywood Boulevard, que en nuestra imaginación podría haber sido el castillo de Fu Manchú.
Regla. Antes he dicho que no había prejuicios hacia el rosa de la Pantera Rosa y he mentido: porque era en blanco y negro, porque la tele era en blanco y negro, porque la vida era en blanco y negro. El pastelito sí que era rosa, rosa chicle, y lo comía a la menor oportunidad sin que los matones me lo restregaran por la cara. Y no deja de ser raro porque entonces la violencia estaba en todas partes: en la regla del profesor, en el cachete del cura, en la intimidación de los conserjes, en los tumultos en el patio del colegio.
Remordimiento. El estreno de la teleserie en España fue en 1972 y el bizcocho es del 73, creación del químico Josep Pujol –fallecido en noviembre de 2019– para la planta de Bimbo de Granollers. La modernidad, para nosotros, era la bollería industrial y esos placeres de azúcar que ya no comemos, o que tomamos de forma esporádica y nunca con relax, sino con remordimiento. De niño también era algo ocasional, festivo y con excusa: la economía no daba para envoltorios brillantes.
Fórmula. Lo he vuelto a probar y es diferente. Lo recordaba cremoso y con un manifiesto contraste entre la cobertura y el interior. No sé si la fórmula es la misma. Seguro que quien es diferente soy yo.