París y un puré de patatas

Pau Arenós

París y un puré de patatas

PALABRERÍA

Melancolía. Quedaría épico, o ligeramente trágico, que escribiera aquí que fui a París a comer un puré de patatas. No que escribiera que fui a París a pasear la melancolía bajo la lluvia fina, que fui a París a que los ojos me estallaran en el Louvre o en el Musée d’Orsay, que fui a París a tomarme un Jack Daniel’s ante la tumba de Jim Morrison en el cementerio de Père-Lachaise, que fui a París a comprar a la Shakespeare & Company algunos libros con páginas que crujen como la madera vieja. No: fui a París a comer un puré de patatas, y otras cosas, por supuesto, aunque meter el tenedor en esa masa de aspecto ligero y fondo mantequilloso era lo principal.

Desatascador. Ni siquiera pasamos por el hotel: ligeros de equipaje cumplimos con la reserva en L’Atelier de Joël Robuchon, en el número 5 de la calle de Montalembert. En su momento, Robuchon fue considerado el mejor cocinero del mundo (aún más, ¡cuisinier du siècle!), uno de esos títulos tan indemostrables como que alguien sea coronado Fontanero Absoluto con un desatascador en la cabeza. Entre los suyos, Robuchon era considerado un pequeño dios y su manía por la perfección se había convertido en marca. Fue un hombre astuto: a los 50 se jubiló de la alta cocina competitiva y consiguió apilar montones de billetes con una expansión a lo fast food, pero en formato de lujo. A su muerte en 2018, era el cocinero con más estrellas Michelin, lo que solo aporta confusión a la causa. Conocí a Robuchon en Madrid, hizo que me felicitaran por una cosa que había publicado y hasta nunca.

Felpudo. Hace 14 años de esto que cuento (el Atelier de la calle de Montalembert abrió en 2003) y lo primero que vi fueron coches de gran cilindrada aparcados como unos felpudos de gama alta. El restaurante invadía la acera, con una cubierta o cerramiento que parecía hablar de laxitud urbanística. Dentro, rojos y negros, y una barra para 40 comensales. En el fondo, un jamón ibérico para recordar en qué punto del mundo se había inspirado Robuchon. Y en un alarde de impostada rusticidad en el sofisticado escenario, ristras de ajos, hueveras y estanterías con limones y pimientos. Hoy las barras de alta cocina son un espacio repetido, pero entonces parecía que el francés hubiera robado una idea para reconstruirla multiplicándola por cien. Comimos fuagrás de pato, ancas de rana rebozadas, almejas rellenas de ajo violeta, pies de cerdo deshuesados y crujientes, mollejas de ternera con laurel (en unas notas, las tengo señaladas como ganadoras) y paquetitos de repollo rellenos de pichón y bebimos un sauvignon blanc de Serge Dagueneau. Esa clase de platos que nos ponen en peligro.

Póker. El puré de patatas llegó en cazuelitas rojas desafiando a los ferraris. Robuchon no inventó las patatas ratte ni la mantequilla, pero sí que es el culpable de las proporciones: por cada kilo de tubérculo, 250 gramos del derivado de la leche. Ahora ve y pasa la revisión médica. Presentó esta seda en el restaurante Jamin en 1981, donde agigantó el prestigio. El imperio Robuchon fue construido sobre esa superficie en apariencia resbaladiza, aunque muy sólida. Dejé los recipientes más limpios que los bolsillos de un mal jugador de póker y comprendí que sí, que tal vez un puré de patatas mereciera una visita a París. Tiempo después repetí la experiencia sentado en La Table de Joël Robuchon, en la avenida Bugeaud, más apretado que en un concierto de trash metal, y de nuevo me asombré de la eficacia de la colaboración de la patata, la mantequilla y la leche para dar mambo a las papilas gustativas.

Ingrediente. ¿Puede alguien ser considerado cuisinier du siècle y haber tenido bajo el gorro 32 estrellas Michelin y pasar a la historia por un simple puré de patata? Sí, se puede. Lo mejor es que no es una receta secreta (página 606 de Todo Robuchon, RBA, 2006) y que cualquiera puede hacerla. Solo falta un ingrediente, y es muy importante: un pellizco de París.

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