Acuérdense de Trump
Acuérdense de Trump
ARTÍCULOS DE OCASIÓN
Ya sé que todos tenemos ganas de olvidarlo y pasar página. Por cierto, qué horrenda expresión es esa de ‘pasar página’, como si leer fuera olvidar, cuando es todo lo contrario. Pero el mejor servicio que le ha hecho Trump a la democracia moderna es que tenerlo presente significa recordar en toda hora lo frágil que es nuestra libertad. Nadie en su sano juicio podía imaginar que una democracia consolidada y en muchos aspectos madura como la norteamericana se postraría a los pies de un autoritarismo tan necio. Su presidente, libremente elegido, logró convertir las instituciones en una cloaca, allá por donde fijaba su atención no volvía a crecer la hierba, pero fuimos comprendiendo que la democracia es un sistema certero si preserva sus límites, si reconoce su campo de juego, si entiende la ley como una protección y no como una condena. Desde antes incluso de ganar las elecciones, Trump eligió el flanco que más le importunaba para atacar sin disimulo. La prensa libre y el negocio de los medios se convirtió en su enemigo, a la vez que también era su aliado mejor, y pretendió convencer a sus seguidores de que debían dar la espalda a los hechos probados, el prestigio informativo, la ciencia de los datos. Se inventó, como hacen otros muchos, un fantasma de victimismo para eludir el control de los medios, el incómodo escrutinio de sus actos. Pero nadie puede engañarse, esa misma afición por señalar periodistas, cavar trincheras y concederle al apasionado frentismo de las redes la categoría de información la habilitan muchos políticos de cualquier signo ideológico. Algunos de ellos se han presentado como críticos del trumpismo, pero se les percibe una fiera identificación con sus usos y maneras.
El otro campo de sus murgas de víctima ha venido en cada enfrentamiento con el control de los poderes judiciales. El que no comprende que los tribunales significan un elemento básico en la salud democrática es que no ha comprendido nada. Y en este sector, precisamente en España, tenemos candidatos a Trump en cada esquina del mapa. La más llamativa incapacidad de quienes quieren utilizar el poder judicial solo si está a su servicio se manifiesta cada vez que niegan la independencia a los jueces por el mero hecho de estar nombrados por equilibrios parlamentarios. Si no confiamos en la profesionalidad de fiscales, jueces y magistrados, nos estamos cargando la base fundacional de la democracia porque a ningún individuo se le pide que renuncie a su ideología, formación y personalidad para desempeñar su trabajo, lo que se le pide es que estas cosas no interfieran en su interpretación de las leyes. Quienes más ladran contra los tribunales no andan persiguiendo preservar su independencia de criterio, sino, muy al contrario, rendirla a sus intereses particulares. La falta de renovación del Consejo General del Poder Judicial se ha convertido en la peor campaña de desprestigio de ese sector profesional.
El mejor legado de Trump es dejarnos un retrato nada embellecedor, para que cuando nos entren arrebatos de intolerancia recordemos que los nuestros tienen que estar tan limitados por las leyes y las instituciones de control como aspiramos a que lo estén los rivales. Ya que parece que somos incapaces de escapar de esta división radical, tengamos al menos la dignidad de reconocer un mal comportamiento en cualquiera de las esquinas del tablero. Trumpismos los hay en todos los bandos, antes los llamábamos de forma menos concreta. La democracia exige un respeto por las reglas de juego que hoy por hoy no somos capaces de sostener. No se admiten jugadores que se saltan las normas por más que marquen goles en la portería de nuestros rivales. Por eso, no conviene enterrar el mandato de Donald Trump entre las pesadillas superadas, como aquellos monstruos de la infancia que uno dejaba en el armario, porque el monstruo está entre nosotros, es desagradable, es feo y es muy amenazante. Lo que pasa es que a veces lo sentimos simpáticamente cerca de nuestras pasiones, abrazado útilmente a nuestras filias, y ahí es donde más daño nos puede causar. Es algo así como si Blancanieves, y no la madrastra, nos tendiera la manzana envenenada. Y nosotros, claro, a morderla confiados.