Qué felices somos en Arzak

PALABRERÍA

Podredumbre. No recuerdo con qué anticipación telefoneé a Juan Mari Arzak para decirle que pasaría una noche en San Sebastián y que a la mañana siguiente entrevistaría, para la revista dominical, a un personaje importante, y que prefiero olvidar. Era alguien valiente, muy valiente: con el paso de los años y con la desaparición de ETA, parte de los atributos que lo caracterizaban se disolvieron. Ese hombre, que alguna vez fue de izquierdas, está ahora en el extremo de la derecha y cuando abre la boca vuelan los fantasmas, jirones y podredumbre.

Resintonizar. En 1978, Manuel Vázquez Montalbán publicó el clarividente artículo ¿Contra Franco estábamos mejor?, titular potente que habla de la desubicación de quienes tuvieron como objetivo el derrocamiento del dictador y a los que resultó difícil resintonizar con la vida una vez desaparecido (aunque el franquismo, mutante y vírico, sigue).

Barrabasada. Contra Franco estábamos mejor, porque esa lucha lo absorbía todo y justificaba todo, y cualquier otra cosa era prescindible, secundaria y aplazable. Ese personaje, digo, también parecía que contra ETA estaba mejor –y lo escribo copiando la ironía montalbaniana– y que ahora, rendidas las armas, sigue queriendo que le hagan caso, así que va soltando barrabasadas en busca de titulares, y cariñito, supongo.

Molestia. Era agosto de 2001, la Semana Grande de San Sebastián, así que pregunté a Juan Mari si tenía sitio en el restaurante: ¿a qué majadero se le ocurre poner en apuros a tan noble persona? A mí, aunque sin mala intención: al no ser donostiarra, no le di importancia a la festividad, ignorando que en esas fechas los restauradores locales remontarían mil mesas si las tuvieran. En lugar de mandarme a remar al río Urumea, me dijo que fuese. Entré en Arzak y encontré un plegatín, una mesa diminuta, pero vestida para una gran gala. Me pareció que allí, en medio de la sala, estorbaba, pero ni Juan Mari ni Elena –hoy, jefa total– ni las camareras –la sala de Arzak siempre ha sido de ellas– me hicieron sentirme una molestia.

Hospitalidad. Guardo montones de cartas, que sirven para aclarar una memoria encanecida, y tengo varias de comidas y cenas en esta casa del barrio de Gros, aunque no la de 2001. Sí sé que bebí: el chardonnay de Chivite Colección 125, uno de los mejores blancos del mercado y que tal vez por eso quedó clavado en la memoria como una banderita en un mapa. ¿Y los platos? ¿El caldo de chipirones cambiante? No lo sé. En 1997 comí la sorta de cigalas y fideos de arroz; en 2004, el bonito en hoguera de escamas y cebolla; en 2007, el cubo de patata con trufa fresca y yema; en 2008, el rape bronceado; y en 2019, el bogavante con telar de puerro y plátano; y hubo un plato de chipirones inolvidable cocinado por Marta, la pareja de Juan Mari, en el domicilio de ambos, aunque es otra historia. Fui feliz en Arzak, como lo he sido siempre, porque la hospitalidad es allí de una naturalidad abrumadora.

Recepción. Sobre la una y media de la madrugada regresé al hotel Europa. Una cinta de plástico de la Policía impidió al taxista dejarme en la puerta. Me apeé y me dirigí al hotel, si bien un ertzaina salió al paso: «Alto. La calle está cortada». ¿Por qué? Un artefacto explosivo. Joder. Desde la cinta a la entrada no habría más de cuatro metros. ¿Qué hacer? Solo en San Sebastián, de madrugada y con una bomba en la calle. El agente se apiadó y me dijo que corriera. Salté a la recepción como un plusmarquista.

Bum. Mi ventana daba a la calle y tendría que haberme preocupado. Pero no. Arrastraba la felicidad de Arzak y una botella entera de Chivite. Me metí en la cama tranquilamente. Al rato, sonó un bum sordo. Supuse que habrían hecho estallar aquello. Me di la vuelta y me dormí. Y al escribir el artículo pienso en lo absurdo y peligroso de aquel tiempo y de cómo la violencia estaba en la esquina, en cualquier esquina, y qué pronto hemos olvidado. Excepto lo dichosos que somos en Arzak.

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