Sara Pérez, la piel de la tierra
PALABRERÍA
Horizonte. Hacía meses que no salía de la ciudad, en un encierro que se multiplica y que ya va siendo mental. Conduje hasta el Priorat y solo al dejar la autopista y ver el empequeñecimiento de la carretera en anchura y en carriles y comenzar a subir y bajar fui consciente del cambio de paisaje. En la existencia del paisaje. Ni paredes ni horizonte corto. Regresaba el paisaje para decir que nunca se había ido, que quienes habíamos desaparecido éramos nosotros.
Polvo. Era un día ventoso a ratos y los molinos parecían que querían arrancar la comarca. El sol triunfaba sobre la monotonía de polvo que había nublado el invierno. Los ojos se llenaban de vida y quería bajar ya del vehículo para renovar el aire enrarecido de los pulmones. Sin embargo, no era un viaje de ocio, sino de trabajo: iba a grabar una entrevista con Sara Pérez en su bodega Venus La Universal, en Falset, para la web Cata Mayor.
Franca. Sara era una elaboradora de vinos, sabia a los 48 años, camino de los 49, adjetivo que la incomodará porque es el que se le aplica usualmente a su padre, Josep Lluís Pérez, uno de los renovadores del Priorat y creador de Mas Martinet, que ella dirige ahora. Pero sí, su conocimiento del vino mezcla el estudio y la intuición y el barro en las botas y ese modo de pensar de quienes ven en la raíz algo más que el sustento de la planta. Delgada, sarmentosa, su piel es la piel de la tierra, y tiene una risa franca que rebota en el cristal de las copas. Sara es la pareja de René Barbier, hijo de René Barbier, otra de las personas que impulsaron el renacimiento del Priorat. En conjunto y por separado, Sara y René son responsables de algunas botellas del Montsant y el Priorat que no solo encierran vinos. Ese día, René cocinaba cordero, invitación que quedó aplazada para otro momento menos peliagudo.
Cresta. Llegué a Venus La Universal y las gallinas y un gallo altivo, haciendo gala de su condición, me dieron una bienvenida con plumas. En silencio, unas ovejas con demasiada lana hacían el trabajo de la máquina cortacésped. Rodeados de viñas aún dormidas, había una armonía que los urbanitas deseamos, aunque difícilmente soportamos con el paso del tiempo.
Promesa. Conversamos, bebimos el Masos d’en Ferran del Tros de Cal Pigat, responsabilidad de su hermano Adrià, cariñena de ¡1998! y con fuerza y fruta; Dido 2020, que embotellaban esa mañana y era una promesa de placer; el inédito Venus de Les Pells… Toneles, ánforas, damajuanas. Un saber antiguo para un pensamiento nuevo.
Fugacidad. Al otro lado de la cristalera, a lo lejos, la viña de Els Escurçons, que se quemó en 2015 y que rebrotó («un milagro», dijo) y cuya fermentación fue como poner en marcha una locomotora de vapor: ahora paraba, ahora arrancaba. La bodega atufaba a humo («es una molécula muy persistente») y quedó aprisionado en la botella como un genio difícil. Lo he bebido dos veces, en otros lugares, y me asombra el sabor a humareda. Els Escurçons habla de un instante, de una situación, de una experiencia. Han embotellado, y retenido, la fugacidad del tiempo.
Paja. Grabamos en exteriores, en el viñedo. Partes del suelo estaban cubiertas con paja de arroz. Sara se acuclilló, levantó la paja y escarbó con las manos. La tierra que sacó era fresca y esponjosa, aireada, como si el invierno no hubiera estado en ella. Intuíamos debajo una colonia de lombrices removiendo y oxigenando estructuras. El asombro de Sara fue genuino, una alegría acabada de fundar. Experimentaba sin abonos, con el presentimiento de que la paja protegería y estimularía el campo. Con un impulso, soltó que su vida se basaba en eso, que lo que hacía estaba justificado en aquella tierra que resbalaba entre los dedos. Sé que asistí a un momento mágico, al comienzo de algo fundamental y que un día un vino contará esta historia.