‘Steak tartar’, siempre alegre

PALABRERÍA

Danzar. Probablemente fue el steak tartar el plato que devolvió a los camareros a la sala, a la actuación frontal y directa y a que muchos clientes dejaran de verlos como paseantes de platos. Hubo un momento en el que el cuerpo de baile dejó de danzar, perdió el paso y ya solo fue una compañía de seres anónimos situados a nuestras espaldas, caras y cuerpos en movimiento continuo, fantasmas con corbatín, las alas diminutas y secas.

Diálogo. Los trabajos en el comedor fueron olvidados –trinchar, desespinar, filetear, aliñar, flambear, mondar– porque el protagonismo se desvió a la cocina, en una alternancia desigual de poderes o con una forma de compensación tardía e injusta. Olvidados en los sótanos y envilecidos por los vapores del alcohol y el humo y las grasas, los cocineros salieron a la luz a partir de los años sesenta del siglo XX en perjuicio de la infantería, con los maîtres a la cabeza en el papel de generales prusianos. Y diría que, al pasar los años, fue la preparación del tartar ante el comensal la que restituyó la posibilidad del diálogo. El lento regreso de la camaradería a los lugares dominantes.

Tambor. De nuevo, los comedores brillan gracias a las carnes opalescentes y se despliegan los gueridones y va desapareciendo el silencio de velatorio sustituido el redoble de tambor del circo y de la acción del tragafuegos y del lanzador de cuchillos. Y las crepes Suzette levantan las alas encendidas y los patos son condenados a la prensa y los rodaballos se dejan abrir las blancas carnes para regocijo y gula del mirón cómodamente sentado. El espectáculo sucede ante nuestros ojos, en primera fila, rota la cuarta pared y rescatados los secretos de las cocinas, ocultas a la vista.

Picante. Es un ritual que me agrada contemplar, y decidir el grado de picante. Si quien maneja las salsas es diligente, dejará probar al comensal el punto de ardor con una cucharilla y una pequeña porción del picadillo. Más alegre, dirás. Siempre más alegre. No creo que el adjetivo ‘alegría’ se relacione con ninguna otra preparación y, menos, acompañado con una sonrisa maliciosa. Más picante, insistirás. Los labios tienen que arder sin consumirse. En un recipiente frío de metal, la carne desmenuzada irá engendrando un ser nuevo a medida que sume elementos. La ilustración está en las salsas: de no ser por ellas, sería un alimento de homínidos.

Picadora. Buey, vaca, solomillo, entrecot, corte a cuchillo (aunque en casa, recientemente, por primera vez, pasé la pieza en dados por la picadora), cebolla tierna, alcaparras, aceite de oliva, sal, pimienta negra, mostaza, Perrins, Tabasco, yema de huevo. Ese sería, más o menos, el básico, con más adiciones, según gustos: brandy, anchoa, pepinillos, soja, ¡kétchup! (vaya aberración). Hace unos meses probé una pelotilla de carne que reivindicaba la pureza, solo con aceite y parmesano y los aderezos por separado. «Al natural», dijeron, y entonces me pareció bien y ahora dudo porque, como dije, son los condimentos los que dan sentido, y vida.

Tártara. ¿Quién decidió esos ingredientes más o menos repetidos? Ni idea. En 1903, Auguste Escoffier apuntó en Le guide culinaire una receta titulada bifteck américaine (página 360), con la molla molida, un agujero para la yema y el añadido de alcaparras, cebolla y perejil. En la página siguiente aparece á la tartare, hecho del mismo modo que á la américaine y mezclado con una salsa tártara, que a lo mejor es la que le da el nombre (steak tartar) y no esa fábula en torno a los jinetes mongoles que machacaban pedazos de chicha bajo la silla.

Salseo. Sobre pan tostado o unas patatas fritas, rojo por la hemoglobina y lustroso gracias al salseo, en trozos grandes o desmenuzado, de vacuno mayor, y para paladares adultos o para niños en proceso de enseñar la personalidad y los colmillos. Carne cruda, aunque gobernada por las emulsiones: los tiempos son bárbaros, así que intentemos preservar la civilización.

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