Afirmacionistas niegan la infalibilidad

ARTÍCULOS DE OCASIÓN

Puede que sea un poco exagerado el escándalo que causa cada vez que hay una manifestación de personas reacias a creer en los beneficios de llevar mascarilla para frenar la expansión del virus en esta enésima ola de contagios. Reunidos en plazas de toda Europa, sus rimas de protesta y sus desafíos a la autoridad no dejan de ser una habitual forma de desahogo ahora capitalizado por los partidos ultras, que son ultras de todo, ¿cómo van a ser moderados en una cosa y ultras en otra? Harían mal las autoridades en perseguir esta manifestación con más ahínco que se han perseguido otros actos igualmente chocantes de protesta. Son modos de expresarse que resultan tradicionales en toda crisis. Durante años hemos asistido a la perspectiva del fin del mundo, a la llegada de un cometa destructivo, al apocalipsis y hasta al efecto 2000, por el cual los calendarios virtuales se volverían locos y los aviones caerían en pleno vuelo. La ira de Dios, para aquellos que son creyentes más por miedo que por fe, es una amenaza constante y, cuando llegan terremotos y huracanes, nada hay más socorrido que pensar que es un castigo por nuestras faltas morales, en lugar de reducir nuestros excesos contra el planeta. Cada día que sale el Sol, otro puñado de profetas vuelve a quedar en ridículo. Algún día acertarán, de eso no cabe duda, pero tampoco les servirá de mucho.

Ahora hay prisa por recuperar el tesoro de nuestra convivencia, que son las relaciones sociales. Si el sida amenazó durante una década nuestras relaciones sexuales, ahora pareciera que lo que está en peligro es nuestro saludo, nuestra reunión amical y hasta la idea de fiesta. Preservar instituciones tan sagradas como el cigarrillo de después de comer o la caña entre amigos o la fiesta loca entre pastilleo y música machacona obliga a luchar por recuperar el tiempo perdido. Hay muchos que valoramos como una catástrofe renunciar a los ritos colectivos, las formas de socialización y la tradicional expansión de los jóvenes. Somos afirmacionistas de los negacionistas. Queremos que existan.

En realidad, los turulatos que ponen a circular esas teorías conspiranoicas son como la válvula de desahogo de nuestra propia incertidumbre, nuestro cansancio, nuestra frustración. Para alcanzar el equilibrio, no sobra la voz de nadie. Una sociedad donde todos fuéramos perfectamente razonables sería tan horrible como si ahora nos dijeran que entre los miles de volúmenes de la biblioteca pública todos los libros tienen la calidad de Guerra y paz y el Quijote. ¿Qué haríamos ante tanta perfección? Por todo ello, los requerimientos de que las nuevas vacunas sean infalibles también forman parte de nuestro circo. Ha sido el caso de la conocida como AstraZeneca. Desde el principio arrastró algún efecto secundario que, al parecer, los otros tipos no han llegado a desencadenar. En un clima de paranoia bastante notable, los gobiernos han dado retroceso, marcha adelante y han variado las edades de vacunación según iban apareciendo los estudios. La prudencia nunca está de sobra, pero no hay que confundirla con la infalibilidad.

Suena extraño que a la gente le preocupe tanto un efecto muy parcial de la vacuna, cuando se toman pastillas que nadie les receta e ignoran las contraindicaciones de cientos de medicamentos que alguien les recomienda en una charla de café. Quizá lo divertido hubiera sido montar un local nocturno de baile donde se inyectara la AstraZeneca. Así, al peligro supuesto se sumaría la lotería infecciosa de toda fiesta, y una cosa compensaría la otra. En los climas enrarecidos de opinión, como el que vivimos ahora, se utilizan los porcentajes de manera caprichosa. Todo el mundo sabe que la vacuna es menos peligrosa que la propia enfermedad que trata de prevenir, pero a la gente le gusta pensar que si contrae el virus es porque le ha tocado en un azar cósmico, pero no en un azar organizado por los servicios de salud. Este es el pequeño matiz que muchos no quieren comprender. De ahí la paranoia. Todo el mundo quiere saltarse las reglas, pero no quiere que sus gobiernos se las salten. Ay, la sociedad moderna es tan pueril que te la comerías a besos.

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