Un ‘apoyamóvil’ en el dedo

PALABRERÍA

Callo. Al tumbarme en el sofá para zampar algunas raciones de El ala oeste de la Casa Blanca, una serie en la que los personajes hablan y hablan y caminan y caminan como si fueran filósofos peripatéticos, observé que en el dedo meñique tenía una hendidura y la piel enrojecida. Primero pensé que la marca era consecuencia del ejercicio continuado con el cuchillo cebollero al preparar la cena, si bien advertí de inmediato que se trataba de la mano izquierda, y yo soy diestro, y el roce con el acero produce callo, otro tipo de lesión que añade volumen en lugar de restar.

Falange. ¿Cómo me había hecho aquello? La abertura era extraña y conjeturé que pudiera ser una característica anatómica de la falange media. Toqué la opuesta y comprobé que, si bien había curva, era más suave, ondulante, sin socavón. Un meñique y el otro eran distintos, aunque eso no podía ser considerado algo excepcional porque el cuerpo es asimétrico. El único reflejo exacto nos lo da el espejo, y una visión platónica de nosotros mismos. Una pierna más larga que la otra, un brazo más musculado que el otro: el uso influye en el desarrollo del equipamiento general que nos dan al nacer.

Chupete. Intrigado sin agobios, me dispuse a ver las peripecias del presidente Bartlet y su séquito, abrumado por los kilómetros de palabras que escribió el creador del caudal narrativo: Aaron Sorkin. Ala, sí, pechuga y la granja entera: impresos en papel, los guiones de las siete temporadas deben de ocupar varias salas. A menudo no se entiende nada de lo que dicen, enredados en estrategias y particularidades washingtonianas, pero ese tormento de 1999 tiene algo adictivo, una especie de glutamato monosódico político. Mientras miro a san Bartlet, el presidente-que-todos-querríamos-tener, el móvil también está sentado en el sofá, al lado, y esa es una decisión peor que la de seguir tranquilizando a un niño con un chupete a partir de una cierta edad.

Muesca. Esa noche, en algún momento de aturdimiento por la verborrea de Josh Lyman o de Toby Ziegler, cogí el móvil y me di cuenta de que lo apoyaba exactamente en la cavidad, que parecía hecha a medida para encajar anatomía e instrumento. ¡Vaya! ¡La evolución! Realmente esperaba algo más sofisticado y útil, aunque tenía que conformarme con una muesca. En lugar de un chip para acceder a Internet desde el cerebro, había conseguido una ranura.

Rojez. Indagué un poco, tampoco demasiado, y vi que en 2016 se habían publicado algunas cosas sobre el apoyamóviles, y se consideró entonces un bulo de Internet, sin estudios que lo demostrasen. Bien: en mi meñique la cosa es un hecho, avalada por la rojez momentánea, y no sé si la fisura siempre ha estado ahí o es una erosión smartfoniana. En cualquier caso, útil, como debe ser un buen diseño inteligente. Cuando a un yakuza le cortan el meñique, es también como si le amputaran un posavasos.

Liso. No sabemos aún qué coste físico y mecánico tendrán esos aparatos en nuestras manos, si generarán artrosis y pulgares del tamaño de higos chumbos, pero sospecho que ya contribuyen a achicharrar el cerebro: la dependencia es permanente y echamos mano de ellos con la manera compulsiva con la que antes vaciábamos cajetillas de cigarrillos. Leo menos y de peor manera, pendiente de un modo ridículo del móvil, que está junto a mí como si fuera un animal, liso y brillante, que reclamara mimos y cuidados.

Esclavitud. Ya lo anticipó Julio Cortázar, que escribió en Historias de cronopios y famas: «No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj». Hay que sustituir reloj por teléfono y comprender hasta qué voluntaria esclavitud hemos llegado. La marca de la propiedad ha sido fijada en el meñique izquierdo.

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