Y de tanto en tanto, sanfermines
ARTÍCULOS DE OCASIÓN
Ya llevamos más de un año con las fiestas populares suspendidas. Las restricciones sanitarias han obligado a una contención de las costumbres en un país muy aficionado a la calle y la verbena. Curiosamente, los días festivos se han seguido manteniendo en el calendario y hemos asistido a puentes y periodos vacacionales, que por un lado incitan a la fiesta, mientras las autoridades hacen un llamamiento a la contención. Ha sido evidente que la fiesta forma parte de una necesidad vital, pues no ha habido fin de semana donde no se haya dado información sobre cientos de reuniones que superaban aforo, horario y restricciones. Al final es un problema de concepto. Cuando se inventó el trabajo, nacieron los días festivos. Se trataba casi siempre de festejar la recogida y el fruto. De esta manera se compuso el calendario, donde a la abrumadora programación laboral se le ofreció el premio de los pocos días festivos. Siglos después, el contar con días festivos pero no con espacios de esparcimiento ha provocado un colapso del cerebro de mucha gente sin imaginación. Pues una fiesta pueden ser muchas cosas, no es obligatorio que consista en un lugar cerrado con copas y música de baile. A veces la fiesta se la puede organizar uno solo o en compañía de los más íntimos.
Pero España es un país de verbena. Cuando era pequeño, solía preguntar a las parejas adultas por cómo se habían conocido. Y las respuestas mayoritarias hablaban de un día festivo en el baile o en las celebraciones del pueblo vecino. A medida que el mundo se globalizaba, la gran aportación española al imaginario colectivo casi siempre apuntaba a un lugar con un clima estupendo, el alcohol barato y algunos festejos institucionalizados famosos en el mundo entero. A la increíble relevancia de los sanfermines se le fueron uniendo las tomatinas, las fiestas del agua, del fresón y finalmente la falla humana, nos quemamos un rato para desfogarnos. Estas explosiones de adrenalina colectiva se convirtieron en necesarias y un reclamo universal. Durante el año de pandemia hemos visto algunos estallidos puntuales. Han coincidido siempre con manifestaciones de diverso cariz, desde negacionistas de la pandemia hacia opositores gubernamentales que reclamaban el derecho a la calle. Pero las explosiones más llamativas de fervor popular se han producido con excusas como la condena a un rapero, algún triunfo deportivo local o protestas reivindicativas. En esas ocasiones, el problema de orden público ha sido notable, con cargas policiales, persecuciones y quema de contenedores.
Para muchas personas, estas acciones tenían un carácter político o social, pero, cuando se analizaba el perfil de los participantes, la realidad era otra. Más que acciones de guerrilla urbana, lo que teníamos era una escenificación de sanfermines, pero en la que las fuerzas de seguridad hacían el papel de nobles toros y la muchachada corría con la adrenalina en la sangre en busca de una aventura pasional frente al toque de queda. La quema de contenedor y el ladrillazo contra los escaparates han sustituido a lo que tradicionalmente era el festejo institucional con las casetas de feria, el alcohol a granel y alguna actividad que sumara riesgo y demostraciones de valentía y arrojo. Hace poco, con la excusa de la final de Copa se produjo un escenario parecido en las calles de Bilbao y la sensación era que la juventud reclamaba un fin de semana de sanfermines o una tomatina espontánea más que otra cosa. Nuestra necesidad de fiesta es incandescente y basta la mecha más estúpida para que se prenda la pólvora y la gente exprese su ansia de jarana. Realmente, el confinamiento lo que ha desvelado es que esas verbenas populares formaban parte del respirar de una sociedad que trabaja cinco días a la semana y que en sus jornadas libres considera la fiesta de obligado cumplimiento. Un poco como esas fiestas de despedida de soltería que son tal pasote y tal juerga que delatan que en el fondo casi todo el mundo considera el casarse una condena. A una sociedad enclaustrada, pegada al móvil y con poca imaginación, le corresponde una calle con puntuales estallidos de burricie y caos. Nos vamos a tener que acostumbrar.
