Muerte del cinéfilo glotón

ARTÍCULOS DE OCASIÓN

Durante los primeros días de la pandemia comencé a trabajar con el director francés Bertrand Tavernier en un proyecto que acariciaba en torno a la biografía de Ana de Austria, madre del rey Luis XIV y que había viajado desde España bien joven para desposarse con el monarca francés y ayudar a unir ambos países. Nuestra relación laboral había comenzado por unos correos electrónicos y, aunque le tengo bastante fobia a los biopics y las películas de época, la oportunidad de leer material histórico y trabajar con alguien como Tavernier me hizo ilusión. Además, durante el confinamiento era muy cómodo entablar esa relación laboral, pues nadie estaba urgido a moverse de casa. Así que fuimos intercambiando impresiones y me sirvió para acercarme a la personalidad de este cineasta que murió hace pocas semanas. El proyecto, como sucede muchas veces, quedó en el limbo, pero la razón por la que me carteaba con Tavernier era más bien acercarme a una de las personas que mejor representaba el cinéfilo salvaje de otros tiempos. Era un devorador de películas que lo sabía casi todo del mundo del cine. Había comenzado como crítico y agente de prensa y sus primeras actividades ya en la industria lo convirtieron en ayudante de Melville, uno de esos directores de cine negro francés muy precisos y particulares.

Con los años, Tavernier fue desarrollando una carrera de director de cine que lo representaba bastante bien. Era hombre de gustos variados y, así, en cada época encaró un cine distinto. Comenzó con adaptaciones asociadas a la personalidad del actor Philippe Noiret y jugueteó con casi todos los géneros. En las últimas décadas incluso rodó ejemplos de un cine social bien pegado a la realidad de un país como el suyo, que se levanta sobre un polvorín de desigualdades y multiculturalismo sin resolver. Sin embargo, jamás, incluso cuando como director alcanzó éxitos notables, Tavernier se apartó del estudioso del cine que llevaba dentro. Había publicado libros, enciclopedias, estudios sobre películas ignotas y sobre autores poco alabados en el esnobismo habitual de festivales de cine y crítica elitista. Le gustaban los hombres de acción y por eso consideraba lo hecho más interesante que lo especulativo. Dentro de esa rama de espectador inagotable, preparó un compendio de escenas y recuerdos personales del cine francés, que se disfruta como una película personal e insustituible. Las películas de mi vida es la confesión de un niño grande, de alguien hambriento que jamás dejó de buscar en la pantalla de cine el sustento de un placer íntimo.

Tavernier tenía alma de polemista y nada resulta más necesario ahora. La información cultural ha cedido con demasiada inercia a meramente dedicarse a festejar los premios, la taquilla y los éxitos, sin servir de búsqueda y análisis de lo que está pasando, sin ser capaces de descubrir las joyas que quedan fuera del radar de los espectadores o estimular el riesgo. Ese Tavernier polemista irredento lo llevó a enfrentarse de manera un poco caprichosa con sus predecesores de la nouvelle vague, porque acabó por reivindicar aquel cine anterior de qualité francesa contra el que Truffaut, también de manera caprichosa, en su día cargó de forma brutal para abrirse hueco en la industria. Algunas películas de Tavernier tenían ese toque contestatario y protestón, fuera de norma, que se reivindicaban como antiguas por vocación o clásicas frente a la modernez, pero casi nunca eran previsibles ni partícipes de modas compartidas. Tengo la sensación de que con él se va uno de los últimos representantes de la cinefilia como un ejercicio salvaje, de verlo todo, de devorarlo todo, de no mirar con prejuicios ni desde reclinatorios cualquier película que se le pusiera delante. No sé si este tipo de espectador y analista tendrá cabida en el futuro. Basta ver cómo la gente aprecia que una plataforma le ofrezca una selección pazguata y mínima de títulos para perder un poco la esperanza sobre el afán de búsqueda y la glotonería tan estimulante que él encarnaba. Tavernier era lo contrario a un estómago satisfecho, siempre quería más. El título, por oscuro y remoto que fuera, le ofrecía anécdotas singulares y detalles que justificaban la inmersión. En el fondo, buscar es lo divertido y encontrar, el accidente.

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