Bancos sin cara
ARTÍCULOS DE OCASIÓN
Según estudios autorizados, los españoles han sido, tradicionalmente, clientes fieles a sus bancos. Al contrario que en otros lugares, la migración de cuentas de un lugar a otro en busca de mejores condiciones al corto plazo no casaba con el espíritu sedentario y confianzudo. Sin embargo, han sido los bancos españoles los que han mutado. Durante los años del «España va bien», que con el paso del tiempo hemos llegado a saber que fueron venenosos y muy dañinos, los bancos españoles se expandieron en cientos de sucursales y asumieron un brutal riesgo al invertir en ladrillo especulativo de forma desmesurada. Influyeron para transformar las normativas del suelo y se asociaron con los empresarios menos escrupulosos. Poco más de un cinco por ciento de su agujero contable se debió a clientes que dejaron de pagar su vivienda por carecer de medios tras el desplome financiero mundial. El resto respondía a una mala gestión de los riesgos y a un trapicheo innoble con constructoras y promociones inmobiliarias. Pero la consecuencia de aquel desastre no produjo un castigo consecuente hacia sus principales directivos, sino que una vez más la reforma se arrancó por la parte más débil del entramado. En este caso, los clientes y los trabajadores.
Resulta un poco asombroso que, en esta época de crisis sanitaria bajo el hermoso paraguas de unas bajas temporales sufragadas por el Estado, los bancos hayan sido de las primeras empresas que corran a sacrificar puestos de trabajo. Los empleados son sometidos a planes de despido con apariencia de amabilidad, pero de una hondura terrible. En cierto modo, se ha alcanzado un comunismo grotesco con esa oferta de pagar a la gente para que deje de ir a la oficina. Pero ya no tenemos capacidad de asombro para asistir al modo en que los adinerados enfocan cada crisis, con falta de solidaridad y empatía. El problema añadido a este despido masivo es el cierre de aquellas sucursales que afloraron en la bonanza. Los españoles no han cambiado de banco, pero el banco ha cambiado su nombre, su sede, su sucursal y, lo peor de todo, su forma de tratar al cliente. La pérdida de la cercanía ha supuesto que los usuarios ya no tengan una cara que identificar con su banco. Ya no existe esa persona de confianza, con un trato superficial pero agradable, que resuelve dudas, orienta, anticipa problemas. Por supuesto que ese trato era siempre desigual. El banco trabajaba para sus propios intereses, pero una manera de lograr esa confianza del cliente se debía a la presencia cercana de sus mejores empleados. Estos empleados son despreciados.
La actividad telemática es sobre todo cómoda. La abrazamos con pasión, aunque en ocasiones nos preguntamos qué ha ocurrido para que ahora nosotros aceptemos ser quienes nos sacamos las tarjetas de embarque del avión, quienes hacemos las gestiones de ventanilla y quienes tecleamos cada transferencia. Los clientes nos hemos convertido en empleaduchos, pero sin ninguna de las armas del buen gestor. Si sumáramos la cantidad de horas que trabajamos para las empresas que usamos, nos asustaríamos del giro que ha dado nuestra vida cotidiana. Pero el problema mayor es que al quitarle la cara humana al banco también le quitas el afecto, la confianza y la fidelidad. Que se atengan a las consecuencias, porque todos los oficios que han despreciado a su clientela leal, y en esto pueden apuntarse desde las compañías de móvil hasta los periódicos, lo han pagado muy caro. La desconexión personal genera desapego. Y no sería raro que, si los bancos dejaran de ser una sucursal de barrio cercana y asequible y se transformaran en una terminal impersonal, los clientes acabaran por elegir en función de factores bien distintos a los clásicos. Es muy probable que muchos acaben trasladando sus cuentas a lugares y organismos lejanos y difusos, radicados en la nube etérea, sin anclaje social. Esto sería una tragedia para el negocio bancario, pero una tragedia autoinflingida. Sabemos en qué consiste la deshumanización, pues ha acarreado matanzas y explosiones de odio incontrolables. Pues la deshumanización de las empresas es algo parecido, porque fomenta el desprecio, la distancia y, finalmente, la falta absoluta de identificación. Mal negocio.
