¿Hartos ya del flan?
¿Hartos ya del flan?
PALABRERÍA
Poliéster. Fui niño durante la revolución industrial, no la del XIX, sino la de los años 70 del siglo XX, cuando la novedad era todo lo que emanaba del petróleo y el algodón perdió su lugar amoroso en beneficio del poliéster, que en vez de absorber el sudor lo expande. Fue cuando la industria alimentaria gobernó nuestras despensas ya sin resistencia y con la excusa de facilitar la vida a las cocineras domésticas, y no es que no lo hiciera, sino que dudo del altruismo y de que en la mente de los directivos estuviera aliviar las cargas y no ampliar los bolsillos.
Sobre. El futuro se llamaba deshidratados o polvos –que ya existían desde finales del siglo XIX– y los sobres obraban la magia con el añadido tan solo de agua. Puré de patata de sobre, sopa de sobre, crema de sobre, café de sobre, vida de sobre. Los enigmas viajaban desmenuzados dentro de sobres. Lo instantáneo satisfacía el deseo sin tardanza y era una alternativa práctica a la lentitud de las cazuelas. Y ni siquiera ocupaban espacio en la alacena y aspiraban, además, a la eternidad. El exceso de grasa y sal no parecían molestar a nadie.
Simulación. Hoy, hemos pasado de la ilusión –de esa comida sin cuerpo que había que imaginar– a la reconstrucción: los polvos se han asentado y lo que venden en los lineales tiene forma orgánica y corazón de aditivo. La industria se adapta, y si entonces aquella comida de astronautas era la modernidad, hoy lo es la simulación de lo saludable.
Venganza. Puede que porque los flanes que comíamos entonces provenían también de los sobres (almidón de maíz, goma garrofín, carragenanos…) hemos aceptado el retorno de lo tembloroso, con aires de triunfo y venganza, a la carta de postres. No digo que durante todo este tiempo no hayan estado en el menú de mediodía de muchos bares, sobre todo en la versión fabril o fabricada y en parecidos recipientes de plástico y acanalados –hurgar ahí con la cucharilla– como los que nos distrajeron durante la infancia, esperanzados por si la tapa llevaba premio: a mí nunca me tocó nada. Durante largo tiempo olvidé que los había libres de artificios.
Colchoneta. La primera vez que detecté su retorno no le di importancia, ni tuve apetencia, seguramente porque lo pensaba como vulgar o cotidiano, o previsible. O porque confundí memoria y realidad: a lo mejor tampoco había comido tantísimos flanes caseros. Y empecé a verlos y a verlos, y a verlos, incluso en restaurantes con estrellas a un precio incómodo. En muchos enunciados aparecen con autohalagos, a diferencia de los otros dulces, sin adjetivos. Ya no es un flan, sino un ente superior o la colchoneta sobre la que rebotamos.
Llanura. Exige poco por parte del comensal, es fácil de comer, de manera que es conveniente para los tiempos difíciles. Dulce, blando, resbaladizo, de limpia y arquitectónica presentación, señorea la llanura del plato.
Nata. Ante la presión general, he tenido la necesidad de pensar mi propia receta que nace de la de varios: mis preferidos llevan nata, a veces, en exceso, mutando ya a panna cotta. Leche infusionada con canela y piel de limón, un poco de nata, huevos y azúcar. Es imposible sacar más partido a menos ingredientes.
Abstinencia. Hace poco, sentado para croniquear en un restaurante, me lo volvieron a ofrecer: lo titulaban Flan, flan. El porqué de la repetición, un misterio. Lo rechacé. Me gustan. Me gustan mucho. Pero tal vez sea la hora de regresar a la abstinencia para preservar el placer, para que cuando lo coma de nuevo atraiga el apetito y no el tedio. Que el flan sea un área de descanso y no la barrera de peaje de la moda efímera y cargante.