Gritódromo

PALABRERÍA

Insipidez. El despacho es funcional, incluso los cuadros tienen un sentido práctico: imágenes de la fábrica desde el aire, con la insipidez geométrica de las naves y la infantil redondez de los silos, aunque preñados de sustancias tóxicas, peligrosas e inflamables.

Candeal. La mesa del Alto Ejecutivo tiene un ordenador de última generación, que usa más bien poco, porque los ordenadores y sus triquiñuelas no son lo suyo, porque es un hombre de acción, de pisar la nave y dar órdenes; una foto de la familia, un trío de rubias y rubios, la piel candeal, la sonrisa de trigo recién florecido; una agenda de gran tamaño y, encima, uno de esos bolígrafos caros entonados con el reloj, de la misma marca y de un precio muy superior, un objeto que, de perderse, originaría una crisis similar a la de una amputación; y carpetas y carpetas con documentos por revisar y firmar y, siempre en la recámara, como una bala, la posibilidad de un ERE, el ERE que garantizará su sueldo y destruirá el de los demás.

Anticuado. Tras la mesa, un butacón amplio y reclinable en el que cabría una familia de chimpancés: el asiento del capitán. En las estanterías, libros con lomos lujosos que nunca ha abierto nadie y que nunca nadie abrirá. Y los premios: al empresario del año, al benefactor del año, al padre del año, al amigo del año, al hombre del año. Junto a ese mueble de madera contundente y algo anticuado, un sofá de piel, de piel buena, que se vea que es piel buena y cara y lisa como si le hubieran inyectado bótox. En cambio, la piel de la cara del Alto Ejecutivo está cuarteada y macilenta, así que para realzarla lleva una corbata roja con un nudo grueso como una bola de billar. Completa el atuendo una camisa blanca, un traje azul marino y unos mocasines con hebilla. Los zapatos italianos de piel dura y punta severa y brillante le hacen daño.

Idiota. Llaman a la puerta y él responde con sequedad: «Pasa». Entra un hombre joven, un Empleado Menor en el complejo entramado de operarios de la gran fábrica, un enredo de trabajadores y tuberías. Desde detrás de la mesa, desde su magnífica altura moral, le indica con la mano una silla para que se siente. Lo que sucede a continuación es demoledor: el Alto Ejecutivo comienza a gritar al Empleado Menor. Lo llama inútil, idiota, vago, descerebrado, tarado, y lo sigue abofeteando con una retahíla de palabras similares. A diferencia de la butaca del capitán, del tamaño de una rueda de camión, la silla tiene el diámetro de una rueda de bicicleta y es tan intenso el granizo verbal que el Empleado Menor va encogiéndose, encogiéndose hasta casi desaparecer. No es capaz de decir nada, balbucea, lloriquea y el Alto Ejecutivo sigue chillándole, amenazándolo con los puños, incluso coge una carpeta y hace el amago de lanzársela. De repente, se enciende una luz que hay en la mesa y se oye un par de timbrazos. El Alto Ejecutivo calla de repente y el Empleado Menor se suena los mocos, sonríe, se levanta y se va.

Humillar. El Alto Ejecutivo sale tras él. Al otro lado de la puerta hay pasillos y contenedores en cuyo interior se esconden despachos similares, decenas y decenas. El hombre se dirige al vestuario, donde se cambia de ropa y entrega el traje, la camisa, los mocasines y la corbata roja a alguien detrás de una ventanilla. Camina rápido hasta la calle y, al salir del edificio, se da la vuelta y lee el letrero: «Gritódromo». Esta ha sido la última sesión, según las recomendaciones del psicólogo. Mañana regresará a su verdadero despacho: ha pasado por una depresión, aunque el médico considera que ya está preparado para reincorporarse como Alto Ejecutivo, aunque ya no podrá bramar, humillar o degradar a las personas a sus órdenes, como ha hecho siempre. Ese comportamiento ha sido prohibido por la nueva autoridad laboral. Pero él lo necesita para sentirse bien, por eso ha sacado un abono para el Gritódromo, donde al salir del trabajo descargará su ira contra alguien, aunque sea un actor, aunque finja sumisión y espanto.

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