Qué pena, tenían razón
ARTÍCULOS DE OCASIÓN
A lo largo de las dos últimas décadas hemos ido viendo cómo se creaba un nuevo mundo de relaciones. Era una consecuencia directa de la manera de vivir. Las sociedades se adaptan a una botella invisible que las contiene. La hipercomunicación, con la velocidad de contacto y, sobre todo, la enorme superficialidad de trato, ha ido condicionando un diseño humano novedoso. Como sucede siempre, las cosas positivas se enlazan con las negativas, y si algo permanece inalterable es la capacidad de los humanos para, siendo seres muy imperfectos, lograr de tanto en tanto destellos de esplendor. Eso no cambia. Sin embargo, durante este proceso de transformación advertimos con frecuencia que había cosas que se estaban haciendo mal. La primera y más evidente era la confusión entre lo necesario y lo prescindible. Pese a quien le pese, las necesidades de una sociedad no siempre responden a sus deseos particulares, sino en multitud de ocasiones a la presión comercial por lograr unanimidades y usos.
Advertíamos que la precarización iba a convertirse en una fórmula comercial. A través de la copia ilegal primero, pero después del empleo sin protección, hemos asistido a un vaciado industrial de proporciones colosales. Por suerte, los jóvenes, que permanecieron seducidos y planos durante dos décadas, han reaccionado ahora y denuncian, con toda la razón, la parálisis de su mercado laboral, la penosa oferta que tienen por delante y las pocas oportunidades para hacer realidad sus vocaciones. Ya es algo, la fastuosa felicidad frívola de las últimas décadas, donde se aceptaba incluso la vigilancia personal voluntaria, comienza a transformarse en una reivindicación inteligente. Anteriormente, cada vez que alguien señalaba las carencias de un nuevo sistema, asentado sobre la dictadura de la comodidad, siempre recibía el varapalo de los modernos. Si denunciabas los grandes monopolios de la Red, no era raro que algún interesado internauta te acusara de ser un anticuado. Todos sospechamos que no puede haber libertad si apenas cuatro marcas dominan sectores enormes.
Hizo falta que los medios de comunicación tradicionales, hoy heridos de muerte, se vieran despojados del enorme mercado publicitario que los sostenía para que cayeran en la cuenta de que la deriva del sistema que ayudaron a expandir conducía al monopolio más enorme que ha padecido la humanidad. Llegados a esta situación, las autoridades políticas se han visto por primera vez amparadas por sus ciudadanos para emprender nuevas normas fiscales que persigan la elusión y la imaginería contable que ha permitido que grandes empresas tecnológicas vacíen de recursos y empleos a los países mientras tributan en ventajosas localidades y, por supuesto, en favor de la tripa nada agradecida de unos pocos. Unas ciudades invadidas por mensajería tenían que producir necesariamente centros urbanos con locales cerrados, empleos precarios y una demanda laboral que ignora las titulaciones, las vocaciones y el esfuerzo de millones de estudiantes reconvertidos en serviciales empleados sin cualificar.
Frente a la ‘camarerización’ de la juventud, fenómeno por el que licenciados sirven copas, cualquier denuncia era acallada por las voces que reivindicaban la autonomía y la libertad del empleo caníbal. Este brutal capitalismo de vigilancia y presión ha encontrado por primera vez en dos décadas cierta resistencia civil. Comienza a haber disidentes del pensamiento único y, sobre todo, los jóvenes ya no consideran dinosaurios a quienes critican un estado de cosas que debe cambiarse. Regalar en redes el esfuerzo creativo convierte en anecdótico el talento. Lo que conviene reivindicar es la regulación de un mercado antes desconocido, para que nadie ordeñe lo que no es suyo en un caso de apropiación diabólica. Al paso de los años, lo que aparentaba ser inteligencia visionaria se ha revelado como estupidez sumisa. La Unión Europea lleva dos años tratando de reestructurar la fiscalidad impositiva de las multinacionales tecnológicas porque se ha dado cuenta del vaciado peligroso que sufren sus arcas. La debilidad del sistema de protección social tocó suelo con la pandemia, resultó que detrás de la ‘uberización’ no había nada. Los ciudadanos, por primera vez en décadas, parecen percibir como amenaza lo que antes consideraban la bendición del progreso. Este regreso de la inteligencia provoca un cierto pasmo, pues, por desgracia, confirma que tenían razón los que alertaban del desastre.