Festejar a Berlanga

ARTÍCULOS DE OCASIÓN

Reconozcamos que sorprendieron para bien los fastos y la unanimidad en los homenajes que se sucedieron al atravesar el centenario del nacimiento del cineasta Luis García Berlanga. No es habitual que se reconozcan personalidades heterodoxas en el país de las unanimidades. Quizá que en la mayoría de las menciones se equivocara su nombre, pues se hartaron de llamarlo José Luis, ya nos debería haber hecho sospechar. Porque, seamos sinceros, detrás de toda pompa celebratoria casi siempre se esconde un enorme malentendido. En el caso de Berlanga, nos encontramos ante alguien cuyo nombre era sinónimo de nuestro mejor cine. Se había ocupado incluso un cajetín del Instituto Cervantes con la osadía de permitirle guardar algún material que, desvelado tras su muerte, nos conmocionara. Pero no fue así, el contenido del sobre, guardado ya cuando el cineasta se encontraba en mal estado de salud, se ceñía a un libro biográfico, un guion sin rodar, pero de todos conocido, y un ejemplar de una revista francesa de los sesenta consagrada al guion de El verdugo. Me temo que las sorpresas entre los artistas hay que buscarlas en su obra, donde a tientas uno muestra su verdadera alma.

Y me temo que entre las celebraciones de la figura de Berlanga a nadie le apetecía reparar en el enorme fracaso que contienen. Fue muy interesante que no se incidiera en la cuestión vertebral de su cine, el maltrato por parte de la autoridad y del público de sus mejores obras. Es famosa la anécdota por la que Franco acusó a Berlanga de ser un ejemplo del mal español. Le bastaba interpretar una de sus películas para tildarlo de eso que hoy en día sigue siendo un calificativo que más que nada prestigia a quien lo recibe en función de quien lo profiere. Eso también es algo que deberíamos mirarnos como país, pues a lo mejor quien encarna durante un tiempo la vitola del mejor español nos hace sonrojarnos pasado un tiempo. Al ritmo con el que entran en la cárcel algunos de nuestros próceres más celebrados no estaría de más cambiar la definición de en qué ha de consistir un buen patriota. Pero esa visión rácana de las mejores películas de Berlanga fue compartida por una nutrida representación de la intelectualidad y el público durante años.

En su momento, dos obras cumbres como El verdugo y Plácido recibieron la crítica cruel por fijarse en elementos oscuros de la sociedad. Se las llamaba ‘tremendistas’ y se las acusaba de regodearse en el retrato del tarado y el miserable. Como si ese mismo defecto no hubiera alzado a Goya a las alturas de gran pintor. Lo más lamentable es que en la propia industria española, tras encadenar dos títulos de esa magnitud, el director Berlanga tuvo que ver una vez tras otra como se le impedía rodar de nuevo. Y no solo por problemas de censura, sino de la visión cerril de una industria que perseguía el pelotazo de taquilla con infame ‘folclorería’. El guionista Azcona tuvo mejor suerte. Gracias a su contacto personal con el cine italiano, pudo desplegar allí su ingenio con verdadera libertad. Berlanga partió a un exilio creativo, primero en Argentina con La boutique y más tarde en Francia con Tamaño natural, porque en su propio país le resultaba imposible sacar adelante alguna película de la que sentirse orgulloso.

Es posible que de ese periodo le quedara ya para siempre al genial Berlanga inoculada una dosis perceptible de cinismo y fatalismo. Cuando le llegó el éxito popular, entrada la democracia, ya no tenía ganas de ser el director de cine que pudo ser en los primeros años sesenta del siglo pasado, alguien a la altura de un Milos Forman o un Roman Polanski, también, de algún modo, desterrados austrohúngaros como él. Siempre me ha conmovido ese boicot al impulso creativo de Berlanga en sus mejores y más creativos años. Me hubiera gustado, creo que a él también, que se hubiera celebrado esa frustración y esa impotencia. Los fastos quizá hubieran sido más lucidos, pues si alguien se definió en contra del poder y la gloria fue precisamente ese director herido que fue. Pero a nadie le gusta arruinar un buen homenaje. Nos quedamos con la parte facilona del asunto, una vez más.

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