El arte de la sustracción

Pau Arenós

El arte de la sustracción

PALABRERÍA

Osado. La investigación comenzó cuando llevaron a restaurar un óleo de grandes dimensiones, obra de un maestro napolitano. El taller llamó a la dirección de la televisión pública para advertirles que les habían mandado una falsificación y que estaban obligados a dar parte a la policía. Los restauradores, con un tono que los directivos de la tele calificaron de osado e inapropiado, manifestaron su malestar y desconcierto porque ni siquiera se trataba de una reproducción de una gran calidad, sino de la burda copia de algún aprendiz. Dijeron que a simple vista ya se apreciaba la pésima factura y que cómo era posible que aquel engendro hubiera estado expuesto sin que nadie denunciara el engaño.

Limbo. Durante décadas, la televisión había adquirido un gran número de obras de arte gracias al dinero de los ciudadanos. Una parte de los impuestos se destinaba a sufragar el ente, no solo la programación, sino también la apariencia porque se trataba de presentarse ante la sociedad como defensores y promotores de la cultura. Los gestores habían comprado palacetes para albergar las sedes regionales y construido un contundente edificio en la capital para alojar los estudios y las oficinas centrales. Tantos metros cuadrados obligaron a contratar interioristas, los cuales se habían esmerado en los lugares más visitables y en los privados, dejando en el limbo decorativo donde trabajaba la masa, la parte inevitable del negocio: los administrativos, los periodistas y los técnicos.

Desidia. Las recepciones habían sido concebidas con un estilo grandilocuente, así como los despachos de los ejecutivos, y en todas esas paredes y rincones dispersaron las estatuas de mármol y de bronce, los óleos gigantescos y deslumbrantes de los pintores más cotizados, pero también los pequeños cuadros, que colonizaban lugares imposibles como los cuartos de baño. Se contaba por millones el valor de aquello, pero como pertenecía a todos y a nadie y no existía ningún organismo de control, su existencia pasaba desapercibida y recibían el mismo respeto y aprecio que la máquina de café o que una fotocopiadora. El paso del tiempo, la falta de conservación, la desidia y los descuidos fueron posándose sobre cada uno de los elementos de las instalaciones, cubriéndolos con una pátina de fealdad y deterioro, mutación que afectó a la dispersa colección. Los mármoles perdieron el blanco vivaz y los cuadros, el primer brillo.

Alcayata. Los agentes de la brigada especial no supieron cuándo las pinturas comenzaron a desaparecer, si bien la intriga recayó sobre los empleados, con los ejecutivos como primeros sospechosos. Seguir el rastro del listado resultaba imposible, por incompleto e inconcreto. De los miles de obras que deberían estar catalogadas solo existía información de un escaso centenar. Paredes vacías, con el rastro de lo que estuvo allí colgado por el contraste, sucias marcas que señalaban que algún día hubo un inquilino muy caro sostenido por alcayatas. O groseras sustituciones de originales por chapuceros plagios, incluso por láminas arrancadas a libros y enganchadas con chinchetas. El descaro era tan grande como colectivo el arte de la sustracción.

Pinacoteca. Solo hubo una detención, al ser pillado el ladrón con las manos en la tela. Ya habían comenzado las indagaciones y aquel ejecutivo siguió con el ritmo de engorde de la pinacoteca personal. Los policías lo cogieron mientras dejaba los estudios con una bolsa de plástico perforada en un extremo por la afilada esquina del marco. Al ser interrogado, las respuestas llenaron de perplejidad a los agentes: se justificó diciendo que el retrato, atribuido a un maestro contemporáneo, era material de oficina, equiparable a los bolígrafos o los folios. Indignado, el hombre protestó airadamente por su detención, que calificó de clasista, puesto que no habían arrestado también a la secretaria. Sabía con certeza que ella se llevaba rotuladores, lápices e incluso ¡una grapadora! para abastecer la mochila escolar del hijo. Razonó con una inmoralidad desesperante: si el lienzo estaba en su despacho, ¿acaso no le pertenecía? No entendía por qué la empresa le facilitaba el móvil y le racaneaba el Modigliani.

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