Manteles manchados de sangre
Manteles manchados de sangre
PALABRERÃA
Contribuyente. La cocina del poder sucede oculta a los ojos del pueblo. Los ciudadanos desconocen qué comen los jefes de Estado a diario, si el cocinero de palacio âla mayorÃa son hombresâ ofrece menú o carta, si alimentan a presidentes y reyes con caprichos o de una forma saludable, si el vino se descorcha con la alegrÃa del que no ha pagado la botella o con la responsabilidad del que administra fondos públicos. Existen libros, series, pelÃculas, un pequeño puente entre la ficción y la realidad, ventanitas a un espacio secreto. Los profesionales que atienden a los lÃderes están organizados en el Club des Chefs des Chefs, enfática repetición, y cuyo subtÃtulo es tan declarativo como excluyente: la asociación gastronómica más exclusiva del mundo. No es el mejor modo de atraer la simpatÃa del contribuyente.
Deidad. Los cocineros que el periodista Witold Szablowski reúne en Cómo alimentar a un dictador (Oberon) también podrÃan haber montado el Club des Chefs des Chefs⊠Sanguinaires
âpuesto que complacieron a genocidasâ, esta organización sÃ, absolutamente única, a diferencia de la otra, formada por expertos de regÃmenes supuestamente democráticos, como el de Marruecos. El libro de Szablowski es excepcional y recuerda, de un modo menos elaborado, El emperador, de otro polaco, Ryszard Kapuscinski, en el que construÃa con la técnica del puzle las atrocidades y desvarÃos de Haile Selassie, el soberano de EtiopÃa que se sentaba sobre oro mientras el pueblo tragaba piedras. Tienen en común, pues, un modo de narrar y también el retrato de unos asesinos, excéntricos y megalómanos, que construyeron en torno a sà un culto a una deidad sangrienta.
Angélico. Persistente, paciente y minucioso, Szablowski consigue entrevistarse con Otonde Odera, a las órdenes de Milton Obote e Idi Amin (Uganda); con Abu Ali, al servicio de Sadam HuseÃn (Irak); con Yong Moeun âla única mujerâ, que alimentó a Pol Pot (Camboya); con Erasmo Hernández y Flores (sin apellido), que avituallaron a Fidel Castro (Cuba); y con el señor K, que se ocupó de la mesa de Enver Hoxha (Albania). Pol Pot es responsable de la muerte de dos millones y medio de camboyanos y Yong Moeun lo describe de una forma angélica: «Era la bondad personificada».
CanÃbal. Gente pobre, algunos, analfabetos, llevados a palacio, o a la selva, fueron cautivados por los monstruos, por el privilegio del poder; los defendieron, los consideraron sus amigos, los temieron, algunos comprendieron cuál era la realidad cuando habÃa tantos cadáveres mutilados alrededor que era imposible justificar al lÃder. Estaban seguros de que su supervivencia se basaba en que a los amos les siguieran complaciendo sus guisos. Sadam HuseÃn preferÃa las carnes y el pescado a la parrilla y las sopas de ocra y de calabacines, y la llamada ‘sopa de pescado de los ladrones’; Obote, los platos de la época colonial británica, que también apetecÃan a Idi Amin, junto con el pilaf de cabra y el pescado con mucha sal, sin olvidar que tal vez tuvo apetencias de canÃbal; Hoxha, diabético, se permitÃa una galleta de mantequilla adaptada a la enfermedad; Castro, pescado con salsa de mango, huevos de codorniz con frijoles o langosta a la brasa; Pol Pot, ensalada de papaya y sopa de serpiente y liquidar a unos cientos de compatriotas antes del desayuno.
Honor. La paranoia siempre está cerca de los tiranos y con ella, el temor al envenenamiento, asà que ser cocinero personal era un cargo de gran confianza, que a veces era recompensado con sobres de billetes, buenos trajes y coches de gran cilindrada y otras, en los regÃmenes comunistas, con la intangibilidad del honor.
Destino. Hay una reflexión de Otonde Odera: «[âŠ] La comida es poder, lo aprendà cocinando para presidentes. Si tienes comida, tienes también mujeres, tienes dinero, tienes la admiración de la gente. Puedes tener todo lo que quieres». Ninguno buscó el puesto, para algunos fue un orgullo, para otros un destino inevitable. Todos contribuyeron a hacer felices a algunos de los mayores criminales del siglo XX.