Sandinista, otro recuerdo hecho trizas

ARTÍCULOS DE OCASIÓN

Para una generación que crecimos en paralelo con la desilusión política tras la Transición, la Revolución sandinista significó un brote de idealismo. Corrían los años ochenta y España se precipitaba a revertir todos los planes más ilusionantes. El triunfo del dinero y la zoquetería, su expansión por todos los medios, se apropió del día a día y trufó de cinismo el espíritu que trajo la llegada de la democracia. Es un fenómeno natural, como la caída de la hoja, pero en nosotros se produjo con la sonrojante connivencia de la ciudadanía que entendió que contaminar un río y destrozar una costa era el negocio aceptable a cambio de enriquecer a algunas personas audaces.
A mitad de los ochenta, el referéndum de pertenencia a la OTAN nos enfrentó a un fantasma que desgarró el alma de la izquierda nacional. Para entonces, los desmanes de los Estados Unidos a lo largo y ancho de Latinoamérica nos habían despertado una conciencia crítica. La tremenda rivalidad que significaba la Guerra Fría contra los soviéticos entregó a las fuerzas exteriores norteamericanas a la defensa de las dictaduras militares más despiadadas al sur de sus fronteras. No les importaba que asesinos consumados se hicieran con el mando si de esa forma evitaban que el equilibrio político no favoreciera a esa sombra soviética que ya se mostraba más frágil de lo que amenazaba. Nicaragua estalló entonces para colocarse en la apertura de todos los telediarios. El contrabando de armas, el mantenimiento de una guerrilla opositora cuando los revolucionarios sandinistas lograron expulsar a la dictadura, el ataque a las doctrinas de la teología de la liberación, la persecución de los líderes sociales y ecologistas marcaron los años ochenta a sangre y fuego en nuestra memoria.
El sandinismo fue también una camiseta, qué duda cabe, y un disco de los Clash, y un recuerdo a destiempo de la derrota republicana en nuestra guerra. Traía tantas cosas agarradas a la coleta de sus milicianos y milicianas que era imposible no proyectar sobre ellos una especie de épica romántica. Era el regreso de las guerras ideológicas, algo que había desaparecido tras la contienda civil española. El problema es que la transición democrática en Nicaragua terminó por desembocar en una pobre escenificación de dos bandos tan enfrentados que permitieron la eternización de un nuevo caudillo. En este caso, con el pedigrí revolucionario. Pero no tardó en verse que Daniel Ortega y su pareja tenían planes propios. El sandinismo como tal ha sido desprestigiado con los años de poder de Ortega y, si algo lo sostiene, son esos representantes de entonces que se han rebelado contra el afán dictatorial de su antiguo compañero de filas y pagan por ello con la cárcel y el exilio. Pero uno tiene frente a esta imagen contemporánea del sandinismo la sensación de que un monstruo hubiera entrado en tu cuarto de infancia y pisoteara tus juguetes, tus dibujos precarios y hasta aquellas primeras letras escritas en la máquina de escribir de tus padres.
Por más que el tiempo nos haya enseñado a desconfiar de toda revolución, necesitamos su fuerza motriz para fabricar algunos sueños. Las injusticias son de tal calado que conformarse con el estatus habitual del poderoso humillando al débil afrenta a nuestra sensibilidad. El sandinismo, como el castrismo en Cuba, hubiera necesitado la retirada total de sus caudillos una vez alcanzada cierta solvencia democrática. Pero nada fue así, el mayor enemigo de los movimientos idealistas son siempre las personas que los encarnan, pues contienen en su interior las contradicciones naturales de nuestro espíritu defectuoso y ruin. La ambición, el deseo de perpetuarse en el poder, la falta de un entorno crítico, la renuncia a ceder el mando son elementos que terminan por arrastrar hacia el lodo toda corriente de limpieza. Ya hace mucho que no creemos en casi nada, pero las últimas noticias del que se llama ‘representante’ del sandinismo terminan por hacernos claudicar de toda esperanza. Tendremos que aprender a vivir sin revolución, pero sí, acaso, con el ahínco de no dejarnos nunca dominar por la mafia del desánimo general. Nos queda la camiseta, el disco de los Clash y el empeño por luchar contra la injusticia entre el resto de los recuerdos pisoteados.
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