Una reina de película
ARTÍCULOS DE OCASIÓN
Sorprende a menudo que las ficciones españolas tengan tal obsesión por la peripecia de reinas como Isabel la Católica y Juana la Loca. Asimiladas por la cultura popular, se terminaron por convertir en iconos patrios, sin demasiado rigor histórico. Al mismo tiempo, las vicisitudes de la reina Isabel II, mucho más cercana a nuestro tiempo histórico y sobre todo mucho más relevante a la hora de entender nuestros problemas actuales, ha carecido de representación. De espaldas a ella, hemos borrado de nuestra biografía aquel país convulso del siglo XIX que tanta trascendencia tuvo. Es cierto que un pintor como Goya había permitido que visualizáramos a los Borbones que precedieron a Isabel gracias a sus retratos ácidos. No contaríamos con un pintor de tal calidad durante los años siguientes y, cuando renaciera el arte, lo haría para inmortalizar tareas más cotidianas y personajes más de la vida civil. Era una primera muestra de que la aristocracia y la política provocaban un cansancio y un hastío notables. Sin embargo, es chocante que Isabel II no protagonice nuestras ficciones históricas de hoy, apenas con apariciones ocasionales, pues en su reinado se sucedieron las intrigas, los vaivenes, el nacimiento del caudillismo, la degradación de la economía, el ímpetu político de la Iglesia católica, la corrupción desatada, el misticismo fraudulento, la pérdida de la moral pública y la eclosión del parlamentarismo inoperante. Es decir, los problemas mayores que padecimos después se dieron cita en ese tiempo incierto.
Sobre Isabel II hay publicada una biografía magistral, redactada por Isabel Burdiel, pero uno echa de menos que la figura se haya infiltrado por nuestras ficciones. El propio Galdós fue a hacerle una entrevista ya exiliada en Francia, cuando ni su propio heredero coronado, Alfonso XII, encontraba el sentido de hacerla volver. Tampoco Isabel había permitido a su propia madre y anterior regente regresar a España para así calmar el odio que los ciudadanos le tenían y que de alguna manera manchaba toda la institución monárquica. Cualquier paralelismo con el tiempo que vivimos resultaría algo irónico. Para los que hemos crecido en Madrid, el siglo XIX no resulta un enclave lejano. Cada día paseamos por calles que toman su nombre de personajes relevantes de aquellos días. O’Donnell, Serrano, Prim, Narváez, Moyano, Ríos Rosas, Bravo Murillo, María Cristina son las avenidas y los paseos en que crecimos, aunque apenas sepamos situarlos como figuras insignes. Esto pasa mucho, que las personas que merecen una calle acaban por convertirse en simplemente calles. Es algo que podríamos considerar una maldición irónica de la historia.
Recuerdo de bien joven enfrascarme en el relato de la Primera República escrito por Martínez de la Rosa. Era un tiempo apasionante donde todas las contradicciones españolas se daban cita. Incluido el flagrante error de ir a buscar una dinastía nueva para plantear una monarquía nueva. Nada de lo que sucedió arregló los graves problemas del país, que heredamos multiplicados en el siglo siguiente y provocaron el gran drama anunciado durante décadas: la Guerra Civil. Por todo ello esa niña hecha reina con trece años, manejada por su madre, luego por los próceres militares, más tarde por confesores desalmados que la rescataban por días de sus languideces sexuales, todo ello en un revoltijo de intereses cruzados, se alza como un personaje que deberíamos rescatar. Su vivencia es una película algo deprimente, pero llena de todos los elementos de un buen espectáculo. Sorprende por eso más que hoy nadie ponga en pie esas aparatosas reconstrucciones históricas donde las pasiones se entrecruzan con episodios nacionales memorables. Quizá, a doscientos años vista, no caigamos en la cuenta de lo cerca que estamos, pese a que el futuro apunta hacia una reina de cariz opuesto, culta, sensible y con otra personalidad bien distinta de la zopenca y caprichosa Isabel, destruida como un juguete roto, porque ya fue concebida in extremis por uno de los monarcas más cancerígenos que ha padecido nuestro país, su padre, Fernando VII. Es curioso que la historia de España, incluso para esos patriotas ridículos que tratan de obtener beneficio personal a costa del cariño que todos tenemos por nuestro paisaje, sea tan incómoda cuando se hace cercana y tan práctica para sus intereses cuanto más lejana es y menos rigurosa su fabricación icónica.