Hacer literatura con tu vida

David Trueba

Hacer literatura con tu vida

ARTÍCULOS DE OCASIÓN

En ocasiones, alguno puede llegar a pensar que vivimos en una competición de males. Hace poco me tocó asistir a una conversación en la que dos personas relevantes se esmeraban por alzarse con el título de víctimas de la experiencia vital más penosa. No eran conscientes de que la competición resultaba casi risible. Probablemente forma parte de esa misma carrera algo boba por alzarse como víctima que ocupa todos los ámbitos. En un mundo tan hostil como en el que vivimos, en el que profesores de universidad se abren una cuenta en Twitter para poder llamar hijoputa al vecino, si alcanzas la figura de víctima de algo, te sientes protegido. Por eso tantos compiten por demostrar su ‘pedigrí’ de desafortunados, pobres y maltratados. En el campo literario, por desgracia, esto ha contagiado a demasiados autores que pretenden presentar una ristra inacabable de infortunios como admirable arte. Así, leemos infancias terribles, destinos penosos y penurias patéticas sin reparar en que se han convertido en un género de ocasión. Dar pena no es una bella arte. El talento consiste en cómo contar, incluso lo afortunado y hermoso, que también tienen derecho a existir, aunque no lo parezca. Desmotivado por esta serie de vivencias terroríficas, hay ocasiones en que podemos dejar pasar libros que sí esconden la calidad deseada.

Al contrario que esa competición de males, he leído a lo largo del año dos vivencias bien contadas que me han parecido dignas de destacar en un panorama tan romo. La primera es la serie de libros biográficos de Maryse Condé, la escritora guadalupeña que empezó a publicar novelas a los 40 años, tras cursar estudios en Francia. Tanto Corazón que ríe, corazón que llora como La vida sin maquillaje exploran sin demasiados miramientos una vida accidentada, de caprichos particulares y emociones contradictorias, y lo hacen con gracia y desenfado. Sin aturdir al lector con esa búsqueda del victimismo, acabas por comprender mejor que en ninguna tesis la dura vida de una mujer caribeña, desplazada, ambiciosa, febril. Aunque la autora es reconocida en el ámbito francófono, en España aún es demasiado desconocida. Como le ha sucedido también a la danesa Tove Ditlevsen, cuya Trilogía de Copenhague escapa de los lamentos por una vida triste y más bien reelabora esas tristezas en un sonido sordo de violencia social, pena y desgaste. Aunque acabó por suicidarse cuando contaba 60 años, sus éxitos literarios proporcionaron un sustento a su tremenda vivencia.

El modo en que Ditlevsen repasa su infancia me ha recordado a la hermosísima trilogía de Bill Douglas, una de las cumbres cinematográficas en la que la precariedad y el dolor dejan espacio a la expresividad. Ya en su poema más famoso, Ditlevsen compara la infancia con una larga noche oscura de la que perviven apenas luces parpadeantes que se abrasan como la estela de la memoria. La escritora danesa retrata como nadie una sociedad tremenda, el extrañamiento y la rareza de vivir en un lugar que esconde bajo el mantel unos dramas que quizá en los países cálidos del sur ni llegamos a sospechar. El alcoholismo, la depresión, la drogadicción jalonan la peripecia de la escritora, que es capaz de contar la peregrinación para lograr someterse a un aborto con épica literaria y sin atisbo de la fácil búsqueda de piedad. Esa fuerza narrativa proviene casi siempre de una verdad destilada, que las personas con capacidad imaginativa saben destejer de su propia vivencia para mirarse desde fuera y entonces ser capaces de contarse a los demás, sin buscar la compasión, sino tan solo la electricidad del cuento. Con cierta tardanza, como sucedió en muchos casos de escritoras inatendidas por la élite editorial, nos van llegando algunas autoras escondidas que sería ramplón pensar que nos alcanzan ahora por una moda, cuando en realidad significan un agujero en nuestro conocimiento. Por eso, cuando uno lee las vivencias de Condé y Ditlevsen contadas por ellas mismas con el desparpajo del talento, encuentra que con su escritura se hace justicia a la literatura, que es lo único que uno tiene que tener en la cabeza cuando desenfunda la pistola de escribir. Lo demás son pamemas para hallar atajos hacia la pícara gloria del presente.

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