Chicos que dan palizas

David Trueba

Chicos que dan palizas

ARTÍCULOS DE OCASIÓN

En épocas convulsas es muy habitual que la juventud caiga en un cierto nihilismo. La falta de perspectivas claras provoca un envilecimiento de la convivencia. Hace meses, cuando vivíamos los episodios de confinamiento sanitario, ya advertimos esa característica en las sanferminadas juveniles, una especie de festejo improvisado donde a las vaquillas se las sustituía por las fuerzas de seguridad, pero la finalidad era trotar al máximo de adrenalina. Con el tiempo, algunos discursos políticos encontraron en estos festejos una forma de libertad que jalearon sin comprender los peligros que encerraban. Terminados los colegios, la disciplina estudiantil dio paso a momentos de anarquía y disparate que resultaban muy previsibles. A ello se suma que los últimos movimientos políticos de calado entre la población más joven, ya sea desde un flirteo antisistema hasta un entusiasmo regenerador, han ido a parar con una velocidad inusual al basurero de la historia. Esa falta de credibilidad de las nuevas opciones ha terminado por convocar algo muy común en el desconcierto y la desesperanza: ese nihilismo que ahora tanto nos mortifica.

Por desgracia, en los últimos meses, algunos episodios de violencia extrema han sacudido el mundo de los jóvenes. Hemos visto en las noticias palizas secundadas por una manada contra personas indefensas que han acabado en muertes. Y todos nos hemos echado las manos a la cabeza, como sucede siempre, sin acabar de entender la raíz del asunto. Que algunos jóvenes encuentren una respuesta en la violencia resulta desasosegante. Si además esta violencia se organiza y se focaliza contra minorías y personas señaladas por su orientación sexual, nos encontramos con un monstruo informe. Pese a la relevancia de estos episodios crueles, nadie se aventura a afirmar que representan una nueva forma de estar en el mundo para algunos jóvenes. Como ya anticipábamos, tantos discursos bobos sobre la posibilidad de que las nuevas generaciones vivan peor que sus padres no podían conducir más que a la desmoralización. Porque, además, hay algo de mentira en esas afirmaciones. Es fácil pensar desde las democracias desarrolladas de los países ricos que la sociedad ha sido siempre así, que esas libertades y ese progreso no se han conquistado con el sacrificio callado y esforzado de algunas generaciones anteriores. Lo que tenemos no es un regalo, sino una conquista, y, por lo tanto, quienes las lograron merecen el aprecio. Sin embargo, como se ha visto en la dinámica sanitaria, los más mayores, aquellos que corrían más riesgo, no han sido respetados y salvaguardados como merecían, sino todo lo contrario.
 
Los grandes escritores rusos del XIX se preguntaron en muchas ocasiones por las razones del nihilismo. La violencia, la incomprensión generacional, la apatía y el desgarro fueron el argumento de algunas de las mejores novelas de Turguenév, Gógol, Dostoyevski o Tolstói. Hoy, para retratar ese cinismo salvaje nos falta un poco de perspectiva histórica, lo tenemos encima. Pero ante esas palizas brutales quizá también convendría repasar el modo en que la violencia se apoderó de la cultura de quienes ahora son jóvenes, otorgando a la pelea un rango de grandeza que no tiene. La banalización absoluta de la agresividad, repartida en dosis diarias de exposición visual, ha provocado una inoculación perversa de la violencia como una solución posible a las frustraciones juveniles. La veneración de la forma física y la fortaleza muscular ha hecho el resto, fabricando demasiados representantes de la zoquetería violenta que campan por nuestras calles sin freno ni alternativa. No nos tomamos en serio la violencia juvenil porque, para hacerlo, antes tendríamos que reconocerla como fenómeno social, y eso nos da demasiado miedo. Pero quienes no son capaces de entrar con el bisturí en su propia sociedad acaban pagándolo caro. El hábito violento no se reprime con las fuerzas del orden, sino con la educación, y en esa balanza no hemos sabido predecir el daño que iba a causar entre algunos jóvenes la sobreexposición a la violencia y la divinización de la fuerza. Es ahora, cuando ha llegado acompañada de un nihilismo nacido de la frustración, cuando nos atemoriza. Pero llevamos demasiados años dormidos ante el peligro. Algo estamos haciendo mal y varios fenómenos que destrozan el arraigo social han coincidido en una alianza para traernos bien cerca la peor cara del ser humano.
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