El probador profesional

Pau Arenós

El probador profesional

PALABRERÍA

Horma. Julius, desempleado durante mucho tiempo, decidió inventar una profesión después de leer un texto, no recordaba si era un libro o una información o un latigazo de Twitter, con una actividad que le pareció tan imposible como probable: cuando un señor se compraba un par de zapatos nuevos, de piel buena y horma lacerante, obligaba a un criado a llevarlos hasta volverlos cómodos. ¿Podía ser verdad o era una exageración de las relaciones laborales y una aproximación a la mezquindad y el esclavismo? En una serie televisiva de aristócratas y lacayos había visto cómo un sirviente planchaba el periódico vestido con librea sin que aquel acto inútil le pareciera degradante. Al principio de la escena, Julius creyó que al conde protagonista le gustaba el tacto crujiente del diario, como recién hecho en los sótanos, o que la arruga en el papel podía sugerir que el mundo era caótico, acostumbrado el prohombre al orden y a la línea recta. Las noticias eran menos hirientes en seco. Los diálogos desmentían esa apreciación, aunque sin restar estupidez al planchado: se trataba de suprimir excesos de tinta para salvaguardar las inmaculadas yemas del latifundista.

Raya. Aquello le dio la idea a Julius: ¿y si se convertía en probador profesional? Pero ¿de qué? En general, a la gente le gustaba estrenar, pero el objeto nuevo obligaba a los cuidados, a menudo, estresantes, con el objetivo inútil de preservar la pureza el mayor tiempo posible. Nada más desquiciante que la primera raya en la chapa del coche, pero, al mismo tiempo, también era liberadora, un recuerdo de la mortalidad, un memento mori en forma de cicatriz blanca sobre el metalizado. Los objetos tenían un instante perfecto, que no era ni al principio ni al final de su vida. Recién adquiridos aún conservaban la frialdad de lo ajeno y muy usados, pese a ser familiares, el agotamiento y los desgarros de las relaciones. Julius quería ayudar en el tránsito.

Zalamera. Podía alquilarse a un dictador para dar el primer bocado a sus alimentos, con el riesgo de ser despedido por muerte en la primera intervención. Tampoco le resultaba fácil encontrar sátrapas sanguinarios en el vecindario. De alguna manera, los catadores de vino, aceite, agua o queso cumplían con esa labor preventiva, y sin peligro de liquidación, pero se necesitaba un conocimiento que le era ajeno. En casa hizo unos cartelitos que enganchó en las farolas ofreciendo sus servicios. Tuvo pocas llamadas: una viuda reciente le pagó para que se vistiera con la ropa del difunto marido y le hiciera compañía por las tardes. Huyó de aquel lugar cuando la mujer se volvió demasiado zalamera, se dirigía a él con el nombre del muerto y le preparaba unos dry martini que lo dejaban zumbado. La siguiente persona en telefonearlo fue también una mujer, esta, con el marido todavía vivo, pero tan vago que se le podría considerar fiambre: lo necesitaba como modelo para probar la ropa que después vestiría él, de similar peso y altura. Le pareció, de alguna manera, una repetición del trabajo anterior, aunque la contratante nunca se le insinuó. Le incomodó mostrarse en calzoncillos ante ella, pero aún más calzarse unos mocasines, unos pantalones rojos, un cinturón trenzado y anudarse un polo azul al cuello.

Perecedero. La tercera oferta fue la definitiva y le pareció muy oportuna y responsable: llegó de una empresa que diseñaba y fabricaba muebles, más preocupados por la comodidad que por el brillo perecedero de la estética. Lo ficharon para asegurarse de que los prototipos funcionaran y que las sillas fueran confortables, distanciadas de los habituales potros domésticos de tortura. Julius pasaba horas sentado, reclinado o tumbado en un sofá tras otro hasta dar su aprobación. Discutía con los diseñadores sobre alturas e inclinaciones, patas y materiales, columnas vertebrales y cabezas. Estirado en un sofá se preguntaba si había mejor tarea en el mundo que la de probador profesional. Riéndose en silencio, se decía que garantizar el descanso era una tarea agotadora.

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