Transición ecológica y coste social

ARTÍCULOS DE OCASIÓN

Hace años asistí a una reunión con Jeffrey Sachs, que es uno de esos catedráticos comprometidos con la ecología. Su formación de economista no le ha impedido liderar algunos de los estudios más interesantes sobre el desarrollo sostenible. A la charla asistió el ministro del ramo y a su lado alguno de los capos de las industrias energéticas españolas, que entonces, con cierta ingenuidad, las autoridades políticas consideraban aliados para la renovación ecológica. Cualquier persona que comprenda la dinámica de una empresa privada de tal magnitud sabe que la búsqueda de beneficios y la multiplicación constante de estos beneficios es la única meta del negocio. Por el camino esas empresas pueden llegar a todo tipo de pactos con los responsables políticos, pero siempre y cuando sean ventajosos para el negocio. El discurso de Sachs me pareció que evidenciaba uno de los problemas básicos cuando se afronta la revolución ecológica, que consiste en no ser explícitos con el coste que tendrá para las economías más débiles. Así lo expresé y me hicieron sentir impertinente, pues las autoridades ese día lo único que querían era flores y felicidad. Cuando hablamos de ecología en términos realistas, creo que sobran todas las utopías adolescentes, conviene centrarse en los problemas básicos y no despreciar a todos aquellos que se puedan sentir víctimas de un cambio que va, a la larga, en beneficio de todos, pero que, a corto plazo, puede suponer problemas contables a muchos.

En Francia tuvimos el sonado episodio de los chalecos amarillos tan solo porque en la provincia se percibió la persecución del coche diésel como un mazazo a los particulares. En Estados Unidos, el triunfo electoral de Trump estuvo apoyado por muchísimas familias modestas que veían peligrar su modo de vida por una reforma no del todo explicada ni compartida. Hay un discurso reaccionario contra el ecologismo que no conviene despreciar, pues es el enemigo más notable, mucho más que el negacionismo, al que se le concede un espacio mediático exagerado. Son las personas que se sienten en desventaja frente a un cambio emprendido por las élites quienes merecen nuestra atención, puesto que su miedo puede provocar el retroceso político más grande que hayan visto las democracias occidentales en décadas. En España lo estamos viendo en los últimos meses con la tan mediática crisis de la factura de la luz. Con cierta irresponsabilidad, los partidos políticos han entrado al asunto para debilitarse unos a otros. Es la estrategia dialéctica que caracteriza a nuestro teatro político, pero se echa de menos que alguno de los titulares relate la verdad. La revolución ecológica va a costar dinero, pero es imprescindible. El coste se va a ver reflejado en un aumento de las facturas energéticas y la respuesta más racional tendrá que ser la de limitar en la medida que se pueda el consumo, unido a la intervención del mercado.

Sería bastante indecente que las ayudas para el cambio ecológico se quedaran en la epidermis de las grandes empresas de fabricación de coches y que no llegaran al consumidor esencial. Venimos de un país en el que un gobierno paralizó todo el desarrollo de la energía alternativa y encima lo gravó con una tasa que se llamó ‘el impuesto al sol’, la necedad más grande que hemos padecido en este campo. Ahora, impulsados por la alarma cierta del cambio climático, avanzamos sin tener en cuenta a los que se quedan detrás. La renovación del parque automovilístico, la expansión sin control estético de los campos eólicos y solares, el paro causado por el abandono de las energías sucias, todos estos elementos tienen un reverso parecido al de una reconversión industrial. Si la transición ecológica no se lleva a cabo con extremo cuidado por no convertirla en una guerra de ganadores y perdedores, nos encontraremos con una resistencia visceral a medidas que la sociedad debería adoptar en su propio beneficio. La subida de la luz es un síntoma, pero detrás viene una cascada de incomodidades que sería bueno prevenir y curar antes de concederle un argumento a los reaccionarios. La renovación es innegociable, pero el modo en que afecta a las víctimas más desamparadas requiere tacto y no soberbia de quien se siente superior y listo para el cambio.

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