Libre interpretación del botellón juvenil

ARTÍCULOS DE OCASIÓN

Tengo para mí que a nadie le gustan los botellones, salvo a los jóvenes que salen de botellón. La palabra es fea, pero muchos padres no abren la casa a sus hijos y amigos, que sería el ideal. En este país un joven, salvo que tenga mucha personalidad, comienza a beber alcohol de manera intermitente hacia los catorce años. Lo hace apoyado en las fiestas populares, las bodas y los bautizos, donde observa que ser adulto consiste en agarrarse unas tajadas notables. De este modo, convoca a sus amigos al mismo rito de paso. El emborracharse de los jóvenes está institucionalizado, en muchos casos subvencionado y apoyado por las autoridades festivas en ausencia total de centros de reunión abiertos más allá de los deportivos. Así que parece contradictorio que el botellón choque con la autoridad, pues es la autoridad la que lo fomenta de manera abierta y popular. El botellón que hacíamos los jóvenes de mi barrio no era masivo, sino en pandilla, y respondía a la necesidad. No teníamos dinero para pagar la entrada en las abominables discotecas de entonces, donde el agua del grifo en los baños salía caliente para que no pudieras beber de gratis y el cubata costaba lo que dos entradas de cine. El botellón era una cosa de los chicos de barrio obrero. La desgracia es que se puso de moda y los chicos pijos decidieron que a ellos también les divertía beber como pobres. Ahí se jodió el invento. Pues si algo pervierte un botellón es la presencia masiva de jóvenes. A partir de siete personas, todos los grupos humanos rebajan su común denominador para igualarse con el miembro más tonto de la pandilla. No imaginemos lo que pasa cuando se juntan cien o mil personas, pues es el tonto entre tal cantidad de gente el que dicta las normas de conducta para todos.

El botellón del siglo XXI ha desembocado en un problema de orden público que recibe interpretaciones muy desiguales. Entre los jóvenes españoles, los más desatinados son los que aparecen en los medios, las series, las noticias. Nunca salen los majos, ni por asomo. Así que muchos crecen como si ser idiota fuera obligatorio. A esto se le une que todas las opciones políticas que trataron de seducirlos –el extremismo (ya sea de izquierda o de derecha), el brote identitario y el apetito revolucionario– han fracasado de manera bastante patética muy rápido frente al consumismo y la exhibición física. Por eso, los jóvenes actuales echados a la calle han recibido el final de la pandemia como una señal para el destrozo. Si a eso se le suma un discurso inaudito de libertad para tomar cañas, de libertad para hacer lo que te da la gana, poco se les puede culpar de lo que pasa.

Pero entre los jóvenes hay bastantes anónimos, sofisticados y sensibles que no están en esos botellones masivos que acaban en disturbios. Están si acaso en los pequeños botellones de toda la vida, con sus cuatro o cinco amigos, y que deberían de alguna manera ser protegidos como una forma de relación sana y familiar. Los jóvenes inteligentes saben que, si recoges, pasas desapercibido y cumples en casa ante tus padres, la libertad es casi absoluta. El problema es que actualmente, de tanto bendecir los festejos populares, muchos jóvenes no saben vivir sin ellos. A mí me gusta el botellón porque es la única manera de que la sociedad se entere de lo que hacen sus jóvenes. Cuando están en las macrodiscotecas de la periferia se exponen al tráfico de cocaína, bebidas energéticas y pastillas, pero al no molestar demasiado con su ruido ese veneno se expande entre ellos ante la ignorancia de sus mayores. El botellón es transparente. Estos que vivimos ahora tienen una utilidad muy clara. Sirven para decirle a la sociedad que estamos muy mal, que si los jóvenes se sienten frustrados y envilecidos por la violencia, el futuro que nos espera es una patata caliente. Mejor será tener la información clara que no seguir sin enterarse de lo que pasa. Tenemos un problema, pero no nos habíamos enfrentado a él de manera clara y transparente.
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