¿A quién le canta Brassens hoy?
ARTÍCULOS DE OCASIÓN
Cuando era niño, Georges Brassens se cruzaba en mi vida a diario. Los discos sonaban en mi casa y yo los confundía con las nanas de bebé. Aprendí sus canciones de memoria, primero, como un desafío fonético y, poco después, al descubrir que las letras escondían el mejor humor del mundo, descreído, libertario y feliz incluso en la melancolía. Mi hermano Fernando, quince años mayor que yo, era un apasionado del cantautor francés, hasta el punto de que poco después de llegar yo a este mundo él se había presentado en un concierto suyo en el sur de Francia para regalarle unos chorizos españoles. El rostro de Brassens en las portadas de los vinilos transmitía un aire familiar, de pariente amado, guarecido tras la pipa y la guitarra, que eran más barricadas que otra cosa. El bigote que lucía fue tan solo imitado por mi hermano Carlos, que arrastrado también por la pasión por Brassens no solo estudiaría Filología Francesa, sino que se dejaría bigote eterno sin importarle las modas pasajeras y los cambios de aspecto obligados en esta sociedad. De hecho, Brassens sea probablemente uno de los cantantes expuestos al vaivén del gusto, ahora no se lleva gente así, porque entre otras cosas los españoles han renunciado a aprender francés, una de las más incomprensibles estupideces de nuestra época. Entonces aprendíamos francés con Brassens y Léo Ferré, lo que significaba que, en lugar de aprender un idioma, aprendíamos una forma de vida.
Estos días hemos festejado el centenario del nacimiento de Brassens. Murió con 60 años, así que hace una vida que está enterrado frente al mar en la playa de Sète, como suplicaba en su canción. Mi hermano Fernando, puntual, pese a que carecemos de espíritu necrófilo, aprovechó una invitación festiva para ir a ponerle flores a la tumba. Lo que más me ha sorprendido en los días de su homenaje era la duda por esclarecer si sus canciones son hoy tolerables. Al parecer, podrían sentirse atacadas las sensibilidades modernas por las letras de un señor que lo mismo festejaba que un gorila sodomizara a un juez o que una ancianita deseara un revolcón. Pero esas dudas quedan desterradas cuando comprendes que su universo poético no hacía rehenes ni guardaba la ropa mientras nadaba. Ya saben que él, como método de ser ajusticiado, siempre se decantó por la hoguera, que era la ejecución ideal para los herejes de cada época. A quien no le guste poco importa. Hace años colaboré en los coros de su canción El gorila en la versión de Joaquín Carbonell, y a punto estuvimos de que el disco no fuera autorizado a publicarse debido al nivel de desafinado. Antes, Krahe o Paco Ibáñez acercaron las letras de Brassens al español cuando más se necesitaba, en pleno franquismo o durante la Transición. Qué mejor nos hubiera ido si las sensibilidades populares hubieran virado hacia la inteligencia del francés.