El pastel ya tiene dueño
ARTÍCULOS DE OCASIÓN
Las democracias occidentales se sientan a la mesa de desayuno cada mañana con las manos atadas. En los mercados, hay un juego indecente que provoca que los especuladores obtengan mayores beneficios que los que arriesgan su capital para promover proyectos, empleos, progreso. En las mesas de estrategia política, los dirigentes democráticos se enfrentan a los líderes de los regímenes autoritarios que se manejan con la oposición encarcelada, los medios críticos extinguidos y el poder absoluto en sus manos. Tras la pandemia, como nos temíamos, han seguido aumentando los golpes de Estado en muchos países del mundo, como si viviéramos en una regresión preocupante. La desatención de las potencias libres hacia la periferia mundial es absoluta, como si nos hubiéramos encerrado sobre nosotros mismos sin tener en cuenta que la pelea es global. Cada día más, muchos ciudadanos perciben que tener un Gobierno fuerte, pese a que sea extremista y antidemocrático, les sale más a cuenta en el tablero internacional. Las personas comienzan a percibir las democracias como demasiado lentas y poco eficaces frente al autoritarismo. Pero este no es el mayor peligro que sufren las naciones que aspiran a la libertad. Por desgracia, el mecanismo de los mercados es aún peor. Nunca en la historia habíamos tolerado los monopolios tan enormes que ahora padecemos entre la indiferencia general.
Las cinco empresas tecnológicas más grandes del planeta, que son Facebook, Amazon, Apple, Google y Microsoft, presentaron en las semanas pasadas unos balances que declaran que han aumentado sus ingresos en un 35 por ciento. Solo Microsoft registró unos beneficios netos de más de 20.000 millones de dólares entre los pasados meses de julio y septiembre. Y Google triplica esas cifras. Lo más preocupante de todo es que los ingresos por publicidad digital han ascendido en ese mismo periodo de tiempo por encima de los 5.000 millones de dólares. Esto se produce en un contexto de enorme crisis, en la que todos los actores que aspiran a vivir del mercado publicitario están boquiabiertos ante el descenso de sus ingresos que van a parar de manera automática a las arcas del gigante propietario del buscador más usado y del canal generalista YouTube. Cada día que pasa, el mercado es más dominado por unas pocas marcas de tamaño sistémico que pueden desafiar a cualquier Estado que se les ponga por delante. Son negocios, además, cuya influencia en el mercado de trabajo es bastante irrisoria, pues la explicación de sus grandes beneficios estriba en que se dedican a la extracción del talento de quienes generan contenido real, sin ponderar el esfuerzo y el riesgo. Hemos fabricado un mundo económico en el que el intermediario digital es el rey de la partida, con todo lo que eso conlleva de injusticia esencial. Y lo más triste es que algunos se empeñan en presentarlo como algo positivo, además de irreparable.
Para muchos ciudadanos, oír hablar del mercado de publicidad les resulta indiferente. No es algo que consideren que los atañe de manera personal. Se dicen a sí mismos que esa es una batalla ajena. Sin embargo, parte de la matriz de su propio diseño de consumo personal, aunque no sean capaces de apreciarlo, tiene una incidencia brutal sobre su vida cotidiana. A lomos de la comodidad, las grandes compañías se han hecho dueñas del mercado de la comunicación –y el resultado es la desprotección del cliente ante su propia intimidad– para seguir con los niveles de información, que están en franco deterioro, pues cada día que pasa es más complicado discernir entre verdad y mentira ya que el zoco global trata a ambas por igual. El otro gran problema está en la distribución de contenidos, que responde a intereses alejados de la decisión personal. Cada día, el consumidor es más un sujeto pasivo, expuesto solo a una parte seleccionada del mercado, muy lejos de aquella globalidad que se pregonaba. Por supuesto, la presencia de monopolios tan gigantescos empequeñece a la representación política, que se resume en un mero desfile de personajes acomplejados y oportunistas, carentes de fuerza ante negocios que mandan por encima de cualquier Estado. Al día de hoy solo una perspectiva parece razonable: la de la obligatoriedad de desmembrar esos monopolios para que no sigan acumulando poder. Pero eso ya parece un desafío inalcanzable para los propios reguladores.