Olor a pis y después la gloria
ARTÍCULOS DE OCASIÓN
Soy un enamorado de las ciudades. Entiendo que la pasión por los retiros campestres haya aumentado tras la pandemia sanitaria. Todo el mundo alcanza una etapa en la vida en la que sus únicas instituciones de fiar son una planta, un árbol y la puntualidad del sol. A medida que pierdes la fe en la humanidad, descubres la lealtad de la naturaleza. Pero habría que tener cuidado con esas pasiones huidizas, porque a lo mejor no nos dejan ver las grandezas que esconde una urbe. Me gustan las ciudades grandes por la oferta variada que disponen ante ti. Detesto aquellas en las que el comercio para el turista se ha impuesto a la vida cotidiana. Me gustan los mercados, pero siempre y cuando estén habitados por los vecinos. Allí es donde uno aprecia el pulso real. Las calles abiertas siempre ofrecen accidentes. Algunos son desagradables, sí, pero también están los positivos, el reencuentro con alguien, la ayuda del desconocido, la improvisación, la alegría de observar lo bello o lo absurdo. Hace unos años, a un conocido mío le salvó la vida un paseante. Se desplomó por culpa de un infarto y un tipo que pasaba por allí lo mantuvo con vida hasta que llegaron las ambulancias. Esto solo te puede pasar en una ciudad. A veces esa soledad bucólica lo que te ofrece es más riesgo, pues no hay nadie cerca para echarte una mano. Es verdad que en ocasiones, en la ciudad, esa mano te la echan a la cartera. Pero es esa contradicción la que estimula a las ciudades. Unido al empeño colectivo de la población por ganarse la vida, que es lo que hace que hoy por hoy, con todo en contra, hasta el aire, las ciudades sigan ganando habitantes.
La mejor metáfora de lo bueno y lo malo de una ciudad la encuentro siempre en el mismo punto. Madrid tiene un parque llamado del Retiro, cuyo solo nombre ya nos hace salivar. En medio de un territorio hostil de coches y prisas, ese gran paseo te concede unos minutos de sensación campestre. Pues bien, el acceso a través del metro a este parque tan frecuentado se hace por un túnel ingrato y feo. Lleva así toda la vida. Los madrileños de la zona alta que trasnochan a degüello usan ese tunelito como aliviadero de sus orines, así que el olor a pis precede a la salida a la gloria. No ha habido ocasión en que haya recorrido ese túnel en el que no haya percibido ese tufo ya integrado a las paredes de ladrillo. Y siempre he pensado lo mismo: ¿cómo es que las autoridades no se han dado cuenta en tantas décadas de que ese lugar es la tarjeta de presentación más habitual de la ciudad? Porque realmente es algo parecido a llegar a una feria de emprendedores y que un tipo te entregue su tarjeta untada en mierda para venderte las bondades de su empresa.
No hay turista de cualquier parte, y Madrid empieza a padecer un exceso de ellos, que no llegue al Retiro en el metro y se tope con ese corto túnel de sensibilidades opuestas. Es cierto que en ese breve espacio por el que atraviesas con algo de miedo y la vista baja vive a diario un grupo de personas sin hogar que fabrican con cartones y colchones viejos algo parecido a un rinconcito humano. Eso le da cierto sabor al corto trecho. También en los horarios más frecuentados del parque hay un músico callejero que elige ese túnel por la sonoridad y el reclamo de monedas. Aguanta, eso sí, el tufo a pis toda la jornada, así que por mal que toque el instrumento merece la propina. Al salir del túnel, y una vez esquivados los pequeños y siempre amables traficantes de hachís, uno accede al parque propiamente dicho y comienza a disfrutar de los jardines, el laguito y los paseos entre árboles. A menudo, cuando salgo del tunelito de acceso al parque, me sonrío al pensar que ese lugar es algo así como los anillos de la Divina comedia. Una metáfora perfecta de nuestra vida. Entre olor a orines y el desamparo alcanzamos, en ocasiones, lo más espléndido de la vida.
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