Peter Bogdanovich

David Trueba

Peter Bogdanovich

ARTÍCULOS DE OCASIÓN

Al morir el director de cine Peter Bogdanovich, recordé las tres ocasiones en que coincidí con él. En las tres nos saludamos como si fuera la primera vez. Me sorprendía lo atildado que era, con puños de camisa enormes con gemelos plateados y cuellos babero. Su boca era un enorme despliegue de labios entrenados en la degustación de habanos, una costumbre que conservaba de su amistad con Orson Welles. Se podía hablar con él de cine clásico hasta dar con títulos ignotos. Pertenecía a una generación de directores norteamericanos que influidos por la nueva ola francesa habían descubierto una forma de revisar los clásicos del cine de Hollywood a partir de una conciencia de autor. Accedieron a dirigir películas personas que eran profundos cinéfilos y esa renovación llegó a Estados Unidos casi una década después que a Europa. Produjo un espejismo en el cine americano que luego se refugió en el mal llamado ‘cine independiente’, al perder los autores el sitio en la industria frente a los grandes taquillazos y sus cambiantes fórmulas. En uno de nuestros encuentros, tras una conferencia conjunta en Valencia, fue Bogdanovich quien me pidió que nos sentáramos a comer en la misma mesa. Pero el primer encuentro quedó como el más significativo. Sucedió en Los Ángeles, en la casa del director Henry Jaglom, en una de esas fiestas masivas. Por entonces yo era solo un estudiante de cine y Bogdanovich, un consagrado. El asesinato de su pareja, Dorothy Stratten, a manos de su expareja le había provocado una crisis personal que coincidió con el hundimiento económico de la película que habían rodado juntos, Todos rieron, la cima de esa segunda parte de su carrera de director. Pero el drama personal parecía acompañarlo desde que siendo niño su hermano de meses había muerto al volcársele encima una olla de sopa hirviente.

En los años 1990, Bogdanovich había retomado su vida sentimental y estaba emparejado con la hermana pequeña de Dorothy Stratten, llamada Louise. Era menor de edad cuando comenzó a salir con ella y con solo posar los ojos sobre su rostro se detectaban algunas operaciones que la acercaban a su bellísima hermana, sin demasiado éxito. Transmitía ella un cierto aire de tristeza que me hizo pensar en el argumento de Vértigo, de Hitchcock. La admiración por Bogdanovich se asentaba en su primera película de estudio, la magistral La última película. En ella, había logrado insuflar el aroma de John Ford a un universo de Truffaut. Fue capaz de proseguir con una comedia de éxito al mejor estilo de Howard Hawks, ¿Qué me pasa, doctor?, y un clásico de la comedia de la Gran Depresión a imitación del maestro Preston Sturges titulada Luna de papel y que es una de esas películas imprescindibles para ver con los hijos en su más tierna edad. Lo tiene casi todo.

Después de esa tríada inmejorable, un Bogdanovich crecido e intratable, separado del talento de su primera esposa, Polly Platt, rodó consecutivamente tres fracasos tremendos. Billy Wilder contaba que, cuando fue un fiasco su intento de rodar un musical con canciones de Cole Porter titulado At long last love, se podían escuchar por toda la ciudad de Los Ángeles los tapones de las botellas de champagne que descorchaban tantos y tantos colegas que le tenían una manía personal. El estigma del fracaso ya nunca abandonó a Bogdanovich, aunque rodó películas notables (y también penosas), escribió libros interesantes y fue uno de los conocedores de cine más perspicaces dentro de la profesión. En aquella ocasión en Valencia, mientras comíamos, me dijo que el éxito en el cine es un privilegio pasajero y que él se había pasado veinte años al lado de Orson Welles cuando era un apestado porque para él nunca dejaría de ser el tipo que rodó Ciudadano Kane. Quizá en eso consistía la cinefilia con sentido, en el amor por alguien que te había proporcionado placer como espectador por mal que le hubieran ido las cosas en la industria. En cierto modo, al escuchar la noticia de su muerte, sentí por Bogdanovich la misma lealtad. El tipo que me había hecho gozar tanto con sus primeras películas no podía ser jamás abandonado ni despreciado.

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