La ‘pizza’ canadiense que inventó un griego
La ‘pizza’ canadiense que inventó un griego
PALABRERÍA
Agridulce. Escribo por primera vez sobre una preparación que no me gusta, que se consume masivamente en Australia, que el presidente de Islandia pidió prohibir en 2017 (en tono jocoso, ¿o no?), que el primer ministro de Canadá defendió, que odian los italianos (conozco a alguno que, fuera de su territorio, la entroniza), que la inventó un griego en 1962 y la popularizó en el país que lo acogió como inmigrante, Canadá; que juega con el contraste agridulce de la cocina china y con un nombre evocativo y paradisíaco, que forma parte del (reducido) repertorio de pizzas con reconocimiento mundial. La hawaiana, la tropical, la pizza con piña.
Sarpullido. Resulta llamativo que el país, Italia, donde el asunto de la autenticidad da picores y sarpullidos sea incapaz de catalogar el infinito espectro pizzero, y que ellos mismos cometan aberraciones que no permiten en otros. Porque pizzas reconocibles, que pueda identificar un calabrés –por
decir algo–, un finlandés y un chileno, hay muy pocas. ¿La marinara, la margarita, la cosaca, la caprichosa…? ¿Cuántas más? La hawaiana, seguro, aunque el calabrés esté a punto de sacarme los ojos.
Efectividad. La hawaiana o tropical es un juego a cuatro en cualquier sitio: piña, tomate, mozzarella y jamón dulce (en realidad, lleva sal). Porque el resto, los cientos y cientos, o miles y miles, que ocupan los menús de las pizzerías de todo el planeta, son inventadas. Cada lugar llena la masa con lo que le da la gana, y la nombra también a capricho. Pizzas con cosas, así como existe el arroz con cosas. La paella y la pizza margarita se dan la mano porque sí que responden a unas fórmulas eficaces y pautadas. La margarita tiene unas reglas. La paella tiene unas reglas. Atentar contra ellas –y se es libre de hacerlo– es desnaturalizarlas y perjudicar el equilibrio y la efectividad.
Coexistencia. Absolutamente a favor de la pizza con piña porque no hay un código sobre qué puede o no llevar una masa y absolutamente en contra porque no se trata de abrir una lata y tirar unos recortes amarillos y grimosos sobre el jamón de York/tomate/queso. Para escribir este texto y actualizar el programa cerebral de sabores, la acabo de comer y ha sido tan decepcionante como abrazar a un ficus. Sin integración ni voluntad de coexistencia, la fruta está allí para justificar un nombre. Lo dulce-salado funciona si se hace de modo armonioso, y sé que hay versiones cabales con ananás natural y cocinada (¿qué sería de los tacos al pastor sin ese contrapunto frutal?), aunque las cadenas pizzeras están más por la multiplicación que por la finura.
Frontera. Sin embargo, una buena fruta trabajada se desvía del gesto fundacional del inmigrante griego Sotirios, Sam, Panopoulos, que echó mano de una conserva en busca de alegrías tropicales en su restaurante de Chatham, llamado Satellite, que compartía con sus hermanos y que vendió en 1980, que continúa abierto y donde despachan la hawaiian a 11,90 euros la pequeña y a 21,50 euros la extragrande, bajo una divisa: «Desde 1962, hogar de la pizza hawaiana». Hasta la muerte de Panopoulos en 2017, la mayoría de la gente pensaba que el origen de esa combinación era el archipiélago y no una población canadiense a una hora de la frontera con Estados Unidos., con Detroit, donde el griego iba a pizzerías para afinar su oferta. La redondez dulce-salada tiene, pues, el poso de la emigración y de la frontera: algo desacomplejado, desenraizado, de ninguna parte, de Grecia, de Canadá, de Italia, de Hawái.
Influencia. En 1957, un establecimiento de Portland de breve existencia, Francine’s Pizza Jungle, presentaba en su carta una hawaiana, que no dejó huella, a diferencia del desinhibido acto de Sam Panopoulos. Lo importante es ser el primero, cierto, pero todavía es más eficaz que lo que hagas tenga recorrido, influencia, recuerdo. Y de la pizza hawaiana uno nunca se olvida.