Abrir puertas al campo
ARTÍCULOS DE OCASIÓN
Hace unas semanas, el mundo del campo acudió masivamente a una manifestación en Madrid. Las reivindicaciones de sectores como la ganadería, la caza, la agricultura y los ayuntamientos amenazados de despoblación se unieron para pedir al Gobierno medidas urgentes. Fue raro que a la marcha se unieran partidos políticos que gobiernan comunidades autónomas desde hace décadas y que cuando han ocupado los asientos del Consejo de Ministros tampoco han hecho nada reseñable por afrontar el asunto. Pero esto forma parte de la confusión general en la que vivimos, en donde ciertas personas han llegado a confundir a sus verdugos con sus salvadores. Parece evidente que el campo lo que reclama es un cambio radical en la forma de consumo de los españoles. Algo que en países como Francia lleva años de concienciación pública, pues no existe un lugar en nuestro entorno que valore como una riqueza su producción de cercanía alimentaria. Los mercados y sobre todo el esfuerzo de la población por salirse de los territorios marcados por las grandes plataformas de venta han salvado la agricultura y la ganadería francesa. Sin embargo, en España, donde la solidaridad con las protestas del campo es absoluta, pues todos provenimos de ese origen, no deriva en un reflejo a la hora de variar el modelo de consumo personal. Salvo en contadas excepciones, las apreturas de los horarios laborales unidas a la masificación de las grandes ciudades impiden que los consumidores conozcan la procedencia de lo que compran y se esmeren por premiar al producto de calidad.
En esa misma línea de indiferencia, quizá demasiadas veces el producto español ha primado la cantidad sobre la calidad, y el cliente exigente se las desea para encontrar en sus ciudades un tomate que sepa a tomate y una fresa que sepa a fresa. Es la raíz de ese modelo equivocado lo que habría que atacar, pero bastó que un ministro se refiriera al daño que causan las macrogranjas para que el debate nacional se sumergiera en un disparate dañino y sin ninguna coherencia. Ha sido precisamente el modelo globalizado de consumo el que ha clavado la puntilla al producto perecedero, pues la comodidad del que teclea en su ordenador lo que desea comprar ha enriquecido al intermediario frente al productor. De alguna manera ha pasado lo mismo en la industria del audiovisual a la que ahora se denomina ‘contenido’, sin importar un carajo su calidad y su personalidad. Como era previsible, el mismo destino han corrido las manzanas y las lechugas que se ofertan congeladas y envasadas por doquier. La interesante reivindicación del campo vendría a buscar al ciudadano corriente para que tomara conciencia del daño que propina con sus decisiones de consumo. Pero me temo que por ahí no hubo ni el más mínimo grito ni la menor iniciativa.
En Europa, cada vez más, el consumidor exige mayor conocimiento sobre el producto que le ofrecen. De esta manera, por ejemplo, mientras en España nadie prestaba atención al disparate de sobreexplotar los regadíos en torno a Doñana aprobado por la derecha andaluza en el poder, una serie de supermercados europeos amenazó con boicotear el producto de esa zona si se dañaba el acuífero. Algo inédito en la historia del desarrollismo español. Pero el origen de esta polémica estriba en que la vida del campo se puede salvar con la conciencia del ciudadano mucho más que con inyecciones ocasionales de moral o dinero. Se trata de revertir un modelo de consumo que está vaciando la cultura del esfuerzo, pues premia al intermediario y al comisionista mucho más que al productor. Algo que sucede en todos los ámbitos, pues el campo, como ha sucedido a lo largo de la historia, es una expresión primera de todo el resto del desarrollo económico de un país. La protesta del campo es una ocasión única para profundizar en los males que le afectan, pero muchos se temen que va a limitarse a ser una coartada para arañar votos en precampaña con el descontento general por la crisis del combustible. Algo similar a lo que pasa con la educación y la sanidad, que sirven para remover la charca electoral durante una concienciación oportunista y poco duradera, pero luego son despreciadas desde el poder y la gestión local.