Javi Estévez pone la lengua, el hígado, el corazón…

PALABRERÍA

Cabeza. No siempre es posible mirar a la víctima a la cara, y agradecerle el sacrificio; arrancar las orejas, y recrearse con ellas; cortar el morro y sacar la lengua y el seso. No soy Hannibal Lecter, pero me he comido una cabeza y estoy feliz. Pesaba unos 800 gramos, la habían confitado en aceite de girasol a 90 grados durante 12 horas, dejado en reposo durante un día y frito unos cinco minutos. La extraordinaria testa de cochinillo de La Tasquería, en Madrid, donde Javi Estévez y su equipo, con Nola Fernández como jefa de cocina, hace el uso más inteligente que conozco de la casquería. Inteligente, digo: hablamos de cabezas y de cerebros. Renunciar a este restaurante porque está especializado en interiores es como rechazar un óleo porque huele a pintura.

Cresta. Me referiré de nuevo a la apabullante testera después, pero ahora quiero parar un momento en un conjunto que podría gallear en un restaurante de finolis y que ningún temeroso de la víscera debería perderse: chipirones rellenos con guiso de crestas, salsa de tinta y arroz suflado. Me juego un riñón a que, si el comensal no es informado antes del contenido, será incapaz de detectar el apéndice. Los prejuicios son, demasiadas veces, sonoros y visuales y dejan de serlo en silencio y al meterlos con inocencia en la boca. Nos dejamos atemorizar por las palabras sin testar el contenido. Sueltas: «Cresta de gallo» y el amilanado tiembla; lo prueba y se relame con esa clase de textura que nos hace flexibles.

Molleja. Javi tiene una reflexión para apocados: «Cuando alguien dice: ‘A mí no me gusta la casquería’, respondo: ‘¿Y te gustan el fuagrás, las carrilleras o la morcilla?’». En febrero de 2015, abrió La Tasquería –neologismo perfecto– «con un crédito avalado por los padres» poniendo en riesgo la economía familiar y confiando en el poder de las mollejas. La Michelin le dio la estrella en la edición del 2019 en un ejercicio de riesgo poco habitual en la guía, y aún más con un local pequeño, con una cocina de bolsillo y un ambiente de taberna, unas limitaciones que aumentan mi entusiasmo: la comida de La Tasquería ha sido una de las más satisfactorias del año, con la ensalada de hígado de ternera, la cacheira prensada, repollo y salpicón de pochas; la lengua de ciervo en civet o el taco de carrillera salseado con cabeza de gamba. Ah, y los vinos que maneja Taty del Río –la manzanilla Velo Flor de Bodegas Alonso o la albillo real Zephyros 2018 de Daniel Ramos– y el servicio cálido sin atosigar de Ana Moya.

Ubre. De niño, a Javi se le resistía el hígado encebollado, «por su sabor a hierro», y como cocinero, la ubre: «Se nos hizo bola. Sabía a queso». Se queja del sinónimo ‘despojo’ por injusto y sabe que es ‘el aspecto’ lo que acusa el rechazo: «La cabeza y los ojos son lo más difícil de aceptar. Y se asocia la casquería a las partes interiores olvidando las exteriores». Podríamos estar hablando de una revista de decoración.

Oreja. Vuelvo al término ‘despojo’ por insultante y falso: en la restauración, existe tal demanda de orejas porcinas que pronto se necesitará una bolsa de valores cerdos. «¡Y si gasto orejas las sacan de las cabezas, y yo quiero las cabezas enteras!», se exclama el chef. Este es el reino de la miniatura singular: de los tendones (con navajas, en un juego de similitudes), de los riñones de conejo (con mantequilla y minichampiñones) y del corazón de pato marinado con pesto rojo. Un pato, una sola lengua, ¿acaso no es una hazaña ofrecer un platillo de lenguas?

Piel. La cabeza me da vueltas: la estudio con el interés del jíbaro. Broncínea, crujiente, tiro de la piel, voy despiezando el cochinillo con los dedos, meticuloso. Ese es un asunto de dedos, un pasatiempo dactilar, un compromiso con el tacto. No tengo prisa, no quiero tener prisa. Las orejas concupiscentes, el morro tentador. Y el pobre sonríe.

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