Otro círculo se cierra
Otro círculo se cierra
ARTÍCULOS DE OCASIÓN
Algunas situaciones de la vida adoptan una estructura circular. Como si hubiera un diseño que se nos escapa, entre azaroso y perfectamente arquitectónico. Así me sucedió con Juan Diego, el actor fallecido en estas semanas. A Juan le debo una aventura nocturna, entre otros muchos encuentros, que fue una suerte inmensa. Todo empezó en la Nochevieja de 1991. Un amigo de Zaragoza, Luis Alegre, había venido a cenar a casa. Mis padres, acostumbrados a que siempre tuviéramos amigos de fuera que pasaban esos días de Navidad lejos de su hogar, nos insistían en que no los dejáramos a solas y los trajéramos a cenar. Es esa habitual virtud de la acogida que tienen las familias numerosas, que no se arrugan ante mesas inmensas. Después de cenar y tomar las uvas, Luis había quedado en que nos veríamos con Maribel Verdú. Ella estaba rodando una película llamada El beso del sueño y no estaba resultando una experiencia demasiado agradable. Sin embargo, había encontrado un aliado y protector en la figura de su compañero de reparto Juan Diego. Así que tomamos una copa los cuatro juntos para celebrar el nuevo año y luego dejamos a Maribel en su casa. En plena madrugada, Juan Diego, con esa voz de lija que le dio tantos triunfos, nos invitó a seguir la fiesta. Cuando ya nos quedamos sin sitios a los que acudir, propuso llevarnos a casa de Fernán Gómez, que celebraba siempre una reunión de Nochevieja en el que entonces era su piso en la Castellana.
Pese a nuestra timidez, ¿cómo íbamos a presentarnos sin avisar en una casa tan notable?, cruzamos en mi coche la ciudad. Los jóvenes borrachos que reconocían en los semáforos a Juan Diego lo confundían a menudo con el entonces popular cantante Juan Pardo. Son cosas habituales de la fama en España. Le gritaban: «Eh, Juan Pardo, gracias por la música». Y, sin perder la simpatía, Juan Diego bajaba la ventanilla de mi R5 amarillo y se cagaba en sus muertos mientras resolvía el malentendido. Cuando llegamos a la casa de Fernán Gómez, su pareja, Emma Cohen, nos invitó a entrar y Juan Diego nos presentó a Luis y a mí como dos jóvenes aspirantes a artistas que pedíamos dinero en el Metro para pagarnos una pensión en Madrid. Inmediatamente mandó callar a los invitados, que iban desde Agustín González a Manolo Alexandre, pasando por Haro Tecglen, y nos obligó a cantar una copla. Luego pasó el cepillo y se quedó con el 75 por ciento de lo recaudado, que fue su burla particular de los mánager musicales. Por suerte, Luis canta bien y yo había aprendido a hacerle los acordes orquestales, por lo que la actuación fue digna. Tanto que Fernán Gómez, sospechando que todo aquello de los mendigos cantantes era una invención de Juan, nos abrió sitio en el salón y nos rogó que nos sumáramos a la reunión, donde estuvimos hasta las claritas del día.
Esa mañana nació nuestro deseo de retratar la enorme capacidad de Fernán Gómez como conversador, lo que años después filmaríamos en la película La silla de Fernando. Como acompañamiento de sus palabras tuvimos la idea de rendirle homenaje e incluir su tango favorito, Caminito. Le pedimos a Bebo Valdés que tocara el piano y a Enrique Morente que pusiera la voz. Ambos se prestaron encantados. A Fernando le gustó tanto la versión que, al morir, Emma Cohen quiso que en el velatorio del Teatro Español Morente la cantara a capella. ¿Cuál era el problema? Que no dábamos con Morente. Así que hubo que recurrir a Juan Diego de nuevo, que fue el encargado de localizarlo en Granada y proponerle que se viniera a Madrid para el acto con toda urgencia. Algo que hizo con enorme generosidad en honor a Fernando. De ese modo extraordinario, resumido sin detenernos en mil detalles peculiares y entrañables de aquellos enredos, se cerró el círculo que el propio Juan Diego había abierto una Nochevieja arrastrando a dos mindundis al salón de notables. Hoy están muertos los cuatro, Fernán Gómez, Morente, Emma Cohen y Juan Diego. Pero la vida se alimentó, y de qué modo, con la inagotable energía de todos ellos. Una energía creativa, voraz y lúdica ejercida siempre entre destellos de madrugada, con conversación rica y lealtad inquebrantable.