El chef con gusto que perdió el gusto
PALABRERÍA
Identidad. En marzo de 2021, cuando se cumplía el primer aniversario de la pandemia, Enrique Valentí volvió a ser su jefe después de haber trabajado durante años para otros: abrió el restaurante Adobo, la segunda vez que era propietario después de estrenarse en Barcelona con un fracaso tras llegar de Madrid en 2001, con un establecimiento al que puso su apellido. Experto en la conceptualización, la gestión y la asesoría, ideó locales con fuerza e identidad para quienes lo contrataban, de los que sobrevive Chez Cocó, la pollería de luxe.
Partitura. A las complejidades de la apertura de Adobo, Enrique añadía una inesperada complicación física: la covid, de la que enfermó en enero, lo dejó sin gusto ni olfato. Perdió unos instrumentos irremplazables para poder ejercer el oficio: «Terrible, terrible. ¿Cómo iba a abrir un restaurante? Conocía la partitura, pero no podía tocar. Al principio me lo había tomado como un chiste: podía comer cebolla y ajos crudos, pero al cabo de un mes seguía igual. Los médicos me decían: ‘No te pongas nervioso’. Pero la apertura del restaurante llegaba…».
Optimismo. De retorno a Adobo, exactamente un año después de la primera visita, a comienzos de abril, pregunté a Enrique si los dos sentidos habían retornado, con negativa por su parte. Otros chefs habían pasado por lo mismo, si bien a lo largo de los meses la boca y el olfato recuperaron la capacidad de análisis. Los médicos le recomendaban paciencia y él optó por el ‘optimismo’ para alejar la pesadumbre: «Cada día pienso que será el último en el que esto me pase». El otorrino aconsejó unos botecitos con olores para ir entrenando el apéndice, pero al llevar escrito cada uno qué contenía se sintió condicionado. Porque está entrenado para la sugestión: «En el disco duro del cerebro tengo registrados un montón de olores y sabores. Si como un huevo frito o un tomate, sé a lo que saben, así que el cerebro me manda unas señales. Imagino a qué saben, pero la mente me engaña». Un espejismo gustativo.
Petróleo. Dice que en el vino solo nota el alcohol y que con el café y la mostaza piensa en el petróleo: «¡Como si supiera a qué sabe el petróleo!». Y que solo percibe «sabores básicos y, además, tergiversados». Es decir, nada es lo que parece. Come poco («arroz, plancha, ensalada…»), ha adelgazado. Y hay otra amenaza en el aire: «La seguridad en mí mismo».
Escabeche. En cambio, yo comía con placer e intensidad la rústica elegancia de Enrique, cocinero con gusto: la presa ibérica con aliño moruno, las habitas con butifarra del perol o las lentejas con codorniz sobre mantelería buena, y ningún error ni desviación del sabor. Quise saber si seguía guisando: «Sigo». ¿Y cómo? «Con el probador del rey. Necesito que alguien teste». Se refería a Gerard Trilles, el jefe de cocina y lazarillo del paladar. Al principio fue difícil: «¡Porque a ver quién contradice al jefe!». El diálogo es ahora sincero, práctico, enriquecedor, y tienen que llegar a acuerdos: cada uno prefiere una cantidad de vinagre en el escabeche. «Me explico más que nunca. La confianza tiene que ser total». Sorprendido por la potencia del orégano en el tartar de tomate con aliño de pizza (qué bueno), fue Gerard quien lo defendió y quien aseguró que se trataba de esa aromática. Goce absoluto con las alcachofas confitadas y fritas (y garum de anchoa) y con el mango aliñado, en algún punto sápido entre México y Japón.
Pimiento. En la catástrofe, un beneficio, decía, aunque los médicos no ven relación: «Antes me repetían un montón de alimentos: pimiento, pepino, bonito en escabeche… No los identifico, así que no me sientan mal». Respondo que eso no tiene sentido, con lo que está de acuerdo: «No me lo explico».
Crítico. Ha dejado de ir a restaurantes por el sufrimiento de no comprender. Y cuenta, por primera vez de forma pública, que hace un año, en un momento crítico de su vida, con la dicha de tener negocio propio, la boca y la nariz dejaron de asistirlo y que vive con el deseo de la restauración.