El pescador que regalaba su barco
PALABRERÍA
Notario. Lo encontramos a la salida de la taberna marinera El Bálamu, situada sobre la lonja de Llanes, en Asturias. Apareció por la derecha y, de sopetón, soltó: «¿Queréis un barco? Aquí están los papeles». Nos acercó uno de esos estuches en los que se guardan documentos, de piel o imitación. Manejaba material de notario, pero aquel hombre era un pescador. Lo anunciaban –no había que ser muy observador– los pantalones amarillos con peto y las botas de agua que, al chocar con la superficie seca del muelle, delataban sus pasos. Tendríamos que haber escuchado el ñiec-ñiec primero, aunque la voz y el extraño ofrecimiento lo precedieron. No cogimos el estuche porque comprendimos que bromeaba, aunque insistió: «Está todo aquí. El precio del gasoil ya no se puede aguantar».
Escollera. Bálamu significa ‘banco de peces’ y era un nombre muy apropiado para la oferta de aquel establecimiento acristalado. Desde el exterior, desde las alturas de la escollera, el sólido edificio con las gigantescas vidrieras reflectantes que recogían el mar verdoso, enmarcándolo. Desde el interior, tras los cristales, los barcos y los trabajos del mar, la arribada a puerto de las naves, con mayoría de tripulantes negros. Descargaban cajas verdes atiborradas de caballa. Después de comer, desde una pasarela a la que se accedía desde dentro de El Bálamu, vimos los rascacielos verdes. Toneladas de caballa: la única pesca que entraba esos días. Nos lo había dicho Estela Montón, la copropietaria con Manolo González: «Están todos los barcos con la costera de la xarda. Tenemos poca variedad».
Lonja. La fama de El Bálamu era por la frescura de los pescados, de la lonja a la mesa sin intermediarios (la simbiosis no era un caso único en el mundo, pero sí excepcional) y por la precisión de Manolo con la plancha de cromo. Surfero, pues, de la escama. La plancha no permitía errores, un minuto de más secaba los jugos y acorchaba los lomos. «Esta es la plancha más potente del mercado», señalaba, mientras tostaba un rey partido por la mitad. «En casa no le sale así», comentaba Estela con regocijo. A ojo, vigilaba los grandes ojos de ese monarca del Cantábrico. Existían diferentes escuelas planchistas: la pieza entera, la pieza seccionada en trozos verticales y la pieza en dos mitades horizontales. El rodaballo pesaba cuatro kilos, de los que 500 gramos habían ido a nuestro plato tajados a lo ancho de la voladura. O el San Pedro, San Martín en Asturias, del que también tuvimos ración. Las carnes blancas, con partes crujientes, nuestra meticulosidad a la hora de raspar las suculencias de la espina.
Relojero. Sobre todo, aprecié el pulso de Manolo con los boquerones: cuerpecillos trabajados con exactitud de relojero. Era con la chicha breve con la que se demostraba el talento de un planchista, sin la molla salvadora de los pescados fortachones. Hubo almejas asustadas a la sartén y un guiso de esa caballa que desembarcaban, un caldo rojo y picante que me dio más alegría que un viaje en un transatlántico de lujo. Al otro lado de la escollera, los cubos de la memoria, el hormigón pintado de colores por Agustín Ibarrola: no era una comida de la que me fuera a olvidar.
Naufragio. Ñiec-ñiec. Seguimos caminando junto a las piernas amarillas: «Yo soy de los viejos. Mi padre también era marinero. Nací con las botas puestas». Habló de lo fatigoso de la faena («ya nadie quiere dormir en una tabla») y de que los jóvenes huían del mar. No solo estaba amenazado el pescado salvaje, sino también los pescadores indómitos. Lo llamaron por el móvil, la conversación acabó de forma abrupta. No aceptamos el barco, pero comprendimos la amenaza de naufragio. Leí otro significado de la palabra bálamu: ‘accidente nervioso en que se oprime el corazón y se suspende el aliento’. Sí, el mar se ahogaba, los pescadores se ahogaban.