Eneko Atxa, corre pero no huye (y II)


Palabrería


Humo. En el restaurante Azurmendi, acompañan muchos platos con líquidos, con caldos, con sopas, con infusiones. Hay notas de humo bajo la tartaleta de guisantes con gel de ibéricos y en el jugo de pimientos a la brasa con bogavante asado y cebolla morada de Zalla y en el cucurucho de castaña con crema helada, donde arde una hoja seca y aromática, el calor en el frío. El caldo es casa. El humo es casa.

Cortesía. Al entrar en la cocina como parte del recorrido que hace cada comensal –y donde vuelvo al huevo trufado al momento, un bocado supremo–, soy recibido por todo el equipo con un saludo y despedido con otro, tal como hacen en Japón y tal como siempre se había hecho en esta latitud hasta que la cortesía ha pasado a formar parte de las prendas olvidadas en lo más oscuro del armario.

Aquí. El caldo de alubias, el polvorón de queso de oveja carranzana cara negra, el bocadillo de txangurro, el Marianito trufado, el nigiri de chipirón a lo Pelayo, la kokotxa de merluza bien pilpileada, la cuajada de hierbas, miel y hielo o el txacoli de la finca en botella de mágnum son una indicación en el mapa: usted está aquí. Aquí. «Yo estoy aquí», ha dicho Eneko antes. A mí eso puede darme igual –no me da igual: al contrario–, pero es importante que las dos mesas de orientales y otras dos de europeos sepan que ese martes están en Euskadi.

Dinamita. Eneko Atxa es reservado. Su padre, Jesús Mari, que falleció, era reservado. Eneko es el único cocinero de la familia: no sabe por qué, ¿un impulso ancestral?, no le preocupa. Un clan humilde, unido, de currantes. «El primer coche que hubo en mi familia fue el mío». Jesús Mari iba al trabajo en tren, a Unión Explosivos Río Tinto, donde era detonador. «Detonador de material defectuoso», afina el hijo. Al riesgo de manejar dinamita, el añadido de lo malogrado. Fue consciente de lo que hacía el padre, del peligro, el día en que «hubo un accidente y muertos» y sonó el teléfono de casa y vio llorar a la madre. Por fortuna, Jesús Mari estaba a salvo. Hay oficios que solo se entienden desde dentro. «Contaba lo bueno, nunca lo malo». Eneko corre y lo malo queda detrás, en el aire o en el polvo.

Felicidad. «Estoy en movimiento, quiero hacer cosas, cambiar. Yo cambio. El restaurante cambia». Se han cansado de la exposición sobre semillas en la parte superior del edifico y piensa en qué hacer en ese vestíbulo junto a las grandes mesas florecidas, donde ahora se inclina un cocinero con tijeras en busca de pétalos. Los cambios son posibles porque se apoya en dos columnas: Pilar Lojero, la jefa de cocina, y Matteo Manzini, el jefe de sala. Vuelve a referirse a la dicha, por tercera vez: «Estoy contento, feliz, pausado. Me siento muy libre. A mí lo que interesa es lo que dice mi cliente. El runrún me da igual». La gente nunca habla de la felicidad: teme que alguien se la quite al reconocerla en voz alta.

Surfear. Hace tres o cuatro años, Eneko se equivocó, quiso ser quien no era: «El afán por tener que conseguir cosas superfluas, por estar en la cresta de la ola. Es mejor surfear. Pensamos que la cima es maravillosa y olvidamos que lo importante es disfrutar del camino». Lo veo, otra vez, anudándose las zapatillas.

Lápiz. Hoy ha ido al restaurante sin la mochila, pero ha traído los cuadernos. En la mochila traslada libretas e instrumentos de escritura: «¡A lo mejor llevo 20 lápices!». Mete la mano y siempre encuentra la calidez de la madera y lo punzante del grafito. En casa, guarda miles de libretas en las que apunta ideas, menús, desarrollos. No están ordenadas, no hay pretensión de inmortalidad ni de trascender, solo son las líneas de un artesano que necesita comprenderse y hacerse comprender. Dibuja y quiere mejorar y se ha apuntado a unas clases con su hija Nile. La finísima caligrafía a lápiz parece a punto de desaparecer, como si el autor, ¡autor!, quisiera borrarse. 

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