Borracha, sí, borracha
ARTÍCULOS DE OCASIÓN
Una de las políticas con la trayectoria más admirable que se conocen es la antigua secretaria de Estado norteamericana Madeleine Albright. Hija de la emigración, su historia personal define a las claras ese mito del ascensor social sobre el que los Estados Unidos labró su hegemonía social tras la Segunda Guerra Mundial. El destrozo sobre esos sueños que el propio país se ha autoinflingido en los últimos años da para otro capítulo. Pero hoy lo que trae a la memoria la cabeza de Madeleine Albright es una frase suya. Se ha escrito muchas veces, pero conviene recordarla a menudo. Es así: «En el infierno hay un lugar especial reservado para las mujeres que no ayudaron a otras mujeres». No creo que haya mejor definición del posfeminismo. Pues la fuerza de choque más brutal con la que se han topado los avances de las mujeres, más allá de esos hombres que los perciben como una amenaza, han sido precisamente las mujeres que consideran que alcanzaron un puesto destacado por méritos propios y, por lo tanto, no empujan ninguna política de ayuda para las que vienen detrás. Sobre esos supuestos méritos habría mucho que discutir, y más aún en el caso de unas declaraciones que hicieron fortuna en boca de la presidenta madrileña recientemente. Hay que hablar de la fortuna de unas palabras, porque muchas veces la frase ya no depende de su contenido, sino de la persona que las pronuncia. Tal es el punto de vaciado que hemos alcanzado en nuestro discurso público.
No recuerdo a cuento de qué, probablemente de su ascenso a la presidencia regional del partido, Díaz Ayuso consideró que era importante distinguirse del resto de las mujeres. Es habitual creer que tus méritos no los comparten los demás. Suele ser nuestro error de apreciación habitual. Pero la frase acabó desbordando su inocente intención de autoadularse cuando escarbó para herir el lema de algunas de las luchas feministas de nuestros días. Esa que recuerda que las chicas tienen derecho a llegar solas y borrachas a casa sin que nadie amenace su integridad. Recuerdo que cuando escuché la frase por primera vez me pareció una bobada. Un exceso reivindicativo más. Luego lo pensé con calma y, especialmente al ver el efecto que tenía, me resultó una frase acertadísima. Considerar malcriadas a las chicas que se emborrachan una noche abriría un archivo personal con el que cada cual tiene que afrontar su propia biografía. No es mi caso. Considero que el alcohol forma parte de la juventud en España y es penosamente inescapable durante algunos años. De lo que se trata es de enjuiciar si el paternalismo masculino, como pasa con las polémicas sobre la regulación del aborto, debe prolongarse para distinguir la vida de las mujeres de la de los hombres. Del mismo modo que nadie incide sobre los derechos de reproducción masculina, nadie debería hacerlo sobre ese derecho en las mujeres, al menos durante el tiempo en que se considera que posee la autonomía personal para decidir por sí misma. Por algo parecido, el llegar borracho a casa no debería ser más peligroso en una mujer que en un hombre.
Y, sin embargo, desde la saturación del periodismo de sucesos se sigue culpando a las mujeres agredidas por esa bajada de defensas tras la fiesta o el consumo de alcohol o drogas. Como si un hombre asesinado fuera menos víctima por volver de un festejo con unas copas y dos rayas de más. La responsabilidad es algo que no debería entender de géneros, pero pese a ello todos sabemos que las mujeres están obligadas a ser vigilantes de sí mismas. No hay manera de rebajar la violencia persistente sobre ellas. Es una batalla que se prolonga en el tiempo y en la que seguimos perdidos en las escaramuzas iniciales, la del entendimiento general y la del acuerdo colectivo. Y seguimos con ese déficit por el tipo de declaraciones que resta valor a la denuncia femenina. Seguramente es fácil desde la protección policial y el coche oficial olvidarse de esas noches en que volviste solo a casa. A todos nos viene bien viajar en el tiempo hacia nuestros errores pasados, no alejarnos demasiado de la realidad porque ahora seamos relevantes. Es una forma de humildad.