La pasión por el riesgo

David Trueba

La pasión por el riesgo


ARTÍCULOS DE OCASIÓN


Siempre que atravesamos las fechas de San Fermín me llama la atención la cobertura informativa que recibe. Este año, después de las restricciones por la pandemia, era obvio que celebrábamos la normalidad de un festejo universal, aunque esta normalidad sea una rareza. Abrir los noticiarios con el relato de cada encierro provocaba sensaciones encontradas. Por un lado, la satisfacción porque un festejo tribal siga concitando tantas pasiones. Muchos sabemos que la diversión y las formas que adopta son imposibles de explicar racionalmente. Al mismo tiempo, sorprendía que tras la celebración de la carrera se conectara con los centros hospitalarios y sin perder el tono lúdico se informara del seguimiento de la recuperación de los corneados y trastabillados. De hecho, un amigo me llamó y me mostró su sorpresa porque las televisiones públicas, siempre tan concienciadas con la prudencia y el evitar los desmanes, pusieran todos sus medios en festejar lo adrenalínico. En cierta manera, sería parecido a retransmitir en directo cada vez que alguien hace puenting o se tira en paracaídas, pues, en el fondo, de lo que estamos hablando es de la felicidad que provoca tener experiencias límite. 

Por más que ofenda a una inteligencia media, los chicos que cuelgan en las redes sus arriesgadas maniobras en moto o en coche, cuando ponen el cuentakilómetros a doscientos o conducen con la puerta abierta y medio cuerpo fuera, sienten una indescifrable pasión por el riesgo y por transmitir la proeza al resto de la humanidad. Es algo así como gritarles a todos los oficinistas del mundo, a todos lo que están sentados en el sofá: «Mírame, yo me la estoy jugando y tú eres un mediocre aburrido y sin sangre en las venas». Las experiencias al límite es lo que tienen, te llevan a mirar a los que cruzan el semáforo cuando se les pone en verde como unos cobardes. Es más, los que ya ni siquiera cruzamos cuando empieza a parpadear en ámbar nos hemos convertido en la hez de la civilización frente a tantas y tantas aventuras al límite como nos ofertan cada día. Al tener noticia de la guerra de Ucrania, algunos combatientes internacionales se unieron a la causa. En muchos casos debió de producirse por un grado de empatía mayúsculo, pero consta a quienes han informado desde el terreno que, en bastantes ocasiones, lo atractivo era vivir una experiencia de videojuego, pero ahora en carne propia. 

No en vano, muchas ficciones de la última década retratan de manera incansable juegos donde los participantes ponen en riesgo su supervivencia, porque el resto de los juegos se ha convertido en una piltrafa de sobremesa. A medida que el mundo se hace más previsible y acomodado, la necesidad de completarlo lleva a las personas a buscar experiencias audaces. Hacer un poquito de gimnasia en casa, estirar las piernas de paseo o completar una docena de esforzadas abdominales ya no es un ejercicio respetado, ahora se trata de batir las marcas olímpicas y correr con un contador de pulsaciones que te pide que vayas un poco más lejos de tu aguante. Que te alejes de la mierda humana que eres. Es tan atractivo este reto personal que surgen auténticos enganchados. Probablemente, ahí es donde los encierros de San Fermín han logrado vencer cualquier resistencia y reconocerse de manera general como un evento de riesgo, apasionante y blanco. Hay algo hermoso en poner en riesgo tu vida sin necesidad alguna de hacerlo. Lo llamativo es que informativamente sea tan atractivo. Como derivada, han llegado todas esas autofotos que se hacen las personas en situaciones inverosímiles, subidas al techo de un automóvil o en el filo de las azoteas más altas. Al pie de todas esas informaciones quedan los espectadores pasivos, entre anonadados y espantados, pero sobre todo sintiéndose culpables, pues aún no se han jugado el pescuezo como diversión. Hay algo humorístico en todo esto. Retrata muy bien la secuencia colectiva en la que vivimos. Por un lado, se exige que el autobús llegue a su hora puntual y tenga aire acondicionado, pero, al mismo tiempo, nos atrae mucho que nos abandonen en la selva con una navaja suiza y una cantimplora y demostrarnos que podríamos sobrevivir en condiciones desfavorables. El humano es una maravillosa contradicción viviente. Lo quiere todo. 

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