Las dos Españas desde la escuela

David Trueba

Las dos Españas desde la escuela


Artículos de ocasión


Ahora que comienza el nuevo curso, volvemos a experimentar la frustración por que las principales dos fuerzas políticas del país jamás alcancen un pacto educativo. Convertido todo espacio social en un enfrentamiento partidista, el verano nos ha dejado otra muesca para la antología del disparate. Ahora, fijar la temperatura del aire acondicionado también es un conflicto de matriz política. Si las estrategias de los partidos pasan por continuar en esta dirección, no tardaremos en discutir ideológicamente sobre el mejor modo de preparar los huevos fritos. Con esta situación, es normal que el proyecto educativo del país sea pieza de discusión interminable a la que se unen a desunir los gobiernos locales. Sin embargo, hay algo reseñable. El concepto de las dos Españas, por suerte, ha quedado desfasado. El primer motivo es que, aunque se rescata también por intereses partidistas, los bandos de la Guerra Civil ya son más transversales de lo que lo eran hace cincuenta años, cuando avecinábamos la Transición. El segundo motivo del desfase es que hemos descubierto que casi todos los países viven enfrentamientos radicales entre dos formas de ver la vida política, así que ya no es nada original lo de las dos Españas machadianas, porque intuimos dos Venezuelas, dos EE.UU., dos Francias, dos Reino Unido y hasta dos Bélgicas, que ya es decir. Pero quizá detrás de ese entendimiento opuesto de cada asunto, algo que limita nuestra convivencia social, persiste una formación errónea que acrecienta esa incapacidad para ponernos de acuerdo con un mínimo consenso.

Y me temo que esa disensión nace en la escuela. Hace años, cuando participaba en las competiciones escolares deportivas, me llamaba la atención la diferencia brutal entre unos colegios y otros. Instalaciones, carácter, padres, poder adquisitivo; en ocasiones, emprendías un viaje a otra galaxia. Pero, cuando en esas competiciones participaban mis hijos, notaba que aún había aumentado la distancia. La escuela privada y concertada ha logrado evitar comprometerse con la distribución del alumnado con menos recursos o de origen inmigrante. Esta especie de separación interesada ha consolidado la división por barriadas y especialmente en las grandes ciudades acrecienta la desigualdad. Este problema, que pocos se atreven a encarar, nos condena al espíritu elitista de la educación anglosajona y nos aleja del modelo ideal. Muchos padres se han dado cuenta de que las relaciones durante los años escolares marcarán el futuro profesional de gran parte de los chicos y chicas. En el subconsciente colectivo han quedado esas prebendas a compañeros de pupitre colocados en cargos directivos y lugares de relevancia. Los padres tienen una cierta tendencia, a veces algo ridícula, por obsesionarse con el futuro profesional de sus criaturas. La mayoría de las veces, para fastidiarles la vida, torciendo lo que podrían ser felices vocaciones en obtusas experiencias de desgracia laboral continuada. Pero se les justifica al ver reafirmado eso de que si sientas a tus hijos rodeado chicos ricos y de buena familia les garantizas el futuro.

Esta ejecución de una lamentable política de país se acentúa cuando los chicos caen en redes educativas que tienen una agenda política entrelazada con su espíritu formativo. Esa exaltación del dinero es un síntoma. Los jóvenes de los años 1980 distinguíamos a esos escolares que llenaban las manifestaciones contra el divorcio, la ley del aborto o la educación laica, como los cachorros de un modelo implacable de pensar. No hemos avanzado demasiado. Hemos ido hacia atrás, pues la democratización de una escuela para todos se ha torcido en algo distinto. Puede que sea para todos, pero para unos mejor que para otros. Esta nada sutil estrategia de estratificación por recursos familiares convoca así también a pensar distinto. Y, lo que es peor, a enfrentarse a un relato de país casi siempre esclavo de la división privado y público. De este modo, la inocencia escolar se transforma en un aprendizaje precoz de lo divisivo. Podríamos hacer el experimento de sentar a debatir a dos muchachos de doce años de colegios bien distintos y nos traerían el sabor agridulce de esas tertulias televisivas donde estar de acuerdo en algo es un desdoro y hasta las tostadas presentan un lado bueno y un lado malo a nivel casi moral. Pues bien, ese horrible panorama comienza en la escuela demasiadas veces. 

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