Ese miedo, ese miedo
Ese miedo, ese miedo
Artículos de ocasión
Uno se pasa la vida sumando piezas para comprender el todo y, como mucho, alcanza a comprender un pellizco de la existencia. No tengo especial interés en la lectura de vida reales, siempre he considerado las biografías una forma de ficción parapetada tras los hechos puntuales. Aún más, la literatura confesional me suele resultar menos creíble que la invención, pues lo que uno describe con distancia se parece más a la verdad que aquello en lo que está imbricado. En ocasiones, sin embargo, te topas con alguno de esos libros que te estremecen por su sinceridad. Me pasó hace poco con el último de Miguel Ángel Oeste, titulado Vengo de este miedo, y que es un recorrido escalofriante por la memoria de una relación con sus padres dolorosa y amarga. Más allá del modo en que lo que cuenta le afecta personalmente, y el libro se convierte en un descargo del lastre, hay algo que creo que será interesante para cualquier lector. Los padres de este libro son adictos al alcohol y la cocaína, los calmantes y el sexo, pero sobre todo a la violencia. El hijo, como consecuencia, se convierte a lo largo de los años en la víctima más cercana, íntima. Ante la aparente despreocupación de todos alrededor, ese niño crece acumulando una ira entendible, un deseo compartible de matar al padre no metafóricamente, sino de modo literal. El libro está bien escrito, porque es directo y cuanto más se empeña en ser notarial, aún mejor suena. Sobra la lírica esa que invade en muchas ocasiones a quienes creen que escribir bien es algo más barroco que sencillamente ser eficaz en transmitir la escena que presentas. Tiene algo de novela no de construcción, sino de destrucción, de retrato despiadado del modo en que se fabrica el miedo. ¿Puede haber algo más pavoroso que un hijo violentado y no querido, que jamás experimenta la protección de unos padres?
Pese a las escenas deprimentes e impactantes, el libro de Miguel Ángel Oeste insufla una enorme curiosidad por el género humano. ¿Por qué somos lo que somos? ¿Cómo es posible que podamos convertirnos en monstruos? Y, más mágico aún, cómo alguien puede reconstruirse desde el destrozo absoluto, sin duda, el gran triunfo del narrador. El libro ayuda, además, a entender algo que siempre se nos escapa. A lo largo de los años, todos hemos encontrado a muchas personas que te saludan en el bar o el restaurante o que miras de lejos, te cruzas por el barrio y transmiten una mezcla agria de violencia y vicio. Son esos seres problemáticos cuya mera cercanía ya te advierte del peligro. A veces es un camarero de apariencia simpática, un empresario desinhibido o un tipo que se te acerca con la propuesta de lío, de enredo. A menudo emanan esa asquerosa mezcla de viscoso y malvado. Cuando el autor dibuja a su padre con precisión, percibes esas personalidades y se te permite asomarte a algo que desconoces de esa gente: la vivencia íntima, sus relaciones familiares, las estancias de su casa, las habitaciones de su alma. Y es muy aleccionador comprender que esas personas, a las que nosotros con suerte logramos eludir, no dejan detrás más que un rastro de pavor y destrucción.
Las armas de la escritura permiten a veces este desgarro personal que el libro de Miguel Ángel Oeste construye como una pesadilla. Sus páginas son un inventario atroz para advertencia de quienes creen que las familias son siempre refugios de bondad y ternura. Se aprende a través de su fresco espantoso que el universo de esas personas que durante segundos nos repelen o nos atemorizan es un infierno fabricado a destajo. Esas presencias turbias y repelentes cuentan con un círculo familiar al que desgarran. A nosotros puede que hasta nos diviertan un rato o nos seduzcan tres segundos, pero a los suyos los machacan y vejan. Ese protagonista del libro y su pareja son una ventana a la degradación, pese a que la apariencia ante los que los conocen de pasada remita al valiente, al jeta, al transgresor. Pocas veces nos asomamos al infame, salvo en personajes históricos que han dejado un legado nefasto, pero existen también estos satanes cotidianos y su retrato es necesario y esclarecedor.