El chef que fermentó como panadero
PALABRERÍA
Obrador. Los panaderos de Pa de Kilo, cerca del Macba, ese museo cuya explanada pertenece a los skaters y sus abstracciones, invierten tres días en elaborar la focaccia, con un resultado cercano al colchón y el descanso. Pa de Kilo es un negocio joven, de la Generación Pandemia, abierto en noviembre de 2020 y con una rápida implantación en las mesas de Barcelona. Cuando de forma continua encuentras sus panes en los restaurante, es que algo está sucediendo; y cuando la focaccia día sí y día también tiene un lugar de honor en las cartas, primero en Algrano, a la semana siguiente en Lombo, es que hay que ir al obrador a ver qué pasa y conversar con Oswaldo Brito, el cocinero que fermentó como panadero.
Harina. El trasvase de trabajos es algo común, aunque entre oficios es más difícil porque los oficios requieren de tiempo, entrega y práctica, no así los trabajos, que solo necesitan de cuerpos presentes y, a poder ser, vivos. El de cocinero es un oficio y el de panadero, otro, y saltar del primero al segundo podría ser como patinar sobre harina. Oswaldo, venezolano, se hizo un nombre en Barcelona como copropietario de Mano Rota, trabajó con el fallecido Jean Luc Figueras en los tiempos del canelón de cigalas y fue profesor de Hofmann, una escuela de cocina con un restaurante con estrella, y ya entonces comenzó a indagar sobre ese vehículo que no es solo un antídoto contra el hambre, sino también un cofre en el que las sociedades guardan su memoria.
Miga. En proceso de reconstrucción laboral obligado por la pandemia, se asoció con Jordi Mestre, dueño de Nomad, tostadores de café, y adquirieron la panadería Barcelona-Reykjavik, donde habían vendido migas nórdicas y densas, impacto contrario a la levedad que se busca ahora. Les interesó el horno a gas y esa gran mesa móvil, ya restaurada, que es el centro de operaciones. Con el pastelero Nuño García, panadero en Clan, Madrid, en un proceso similar de reconversión, decidieron todas las fórmulas, que siguen inalterables.
Obsoleto. Una característica de los nuevos panaderos es que se han rebelado contra el horario con sueño: «No trabajamos por la noche porque es innecesario. Es un modelo obsoleto. Comenzamos a las seis de la mañana. Soy cocinero, así que todo está organizado, pautado…». A mediodía, cuando me presento, el obrador está repleto de manos que bolean. En el horno, y durante 75 minutos, la hogaza que da nombre al establecimiento y que es la estrella: harinas blancas e integrales, de trigo y centeno, parte de Francia, parte de Catalunya, «entre 120 y 200 piezas al día», que pesan un kilo y vuelan. Después meterán una porchetta, que servirá para bocadillos. Aquí, claro, se cocina.
Masaje. La focaccia se sitúa en el segundo lugar de apetencias, con harina, agua, aceite, sal y levadura, y un despliegue de pliegues: «Se hacen sobre la mesa para dar la máxima extensibilidad al gluten y fortalecer la masa. Permite que la estructura se mantenga mejor, ya que hay muchas burbujas». Se busca lo aéreo, lo esponjoso, y los ojos. La focaccia te mira. Aunque ahora, en este momento, aún no tiene identidad, no sabe si será chapata o focaccia y solo quedará definida si hay masaje «para desgasificarla». La chapata es una almohada, dice Oswaldo. Ya hablé antes de colchón: estamos en la sección de camas.
Romero. A 230 grados, entre 25 y 30 minutos, hasta aquí, el panadero y, ahora, el cocinero: «Unas llevan puerro, gorgonzola y pera; otras, butifarra, pesto de espinacas y pasas, la idea de unas espinacas a la catalana…». Eso son los toppings, pero también está el dressing: me pierdo, Oswaldo. «El dressing: las pintamos con aceite; este, por ejemplo, lleva romero, alcaparras, ajo, chili, pimentón…». Puede que sea mi focaccia favorita, brillante en rojo y con tomatitos y alcaparras. De unos seis centímetros de altura, masajeada y maqueada, con esos ojos que conquistan.